Un recorrido a lo largo de la historia del catolicismo permite comprobar el relegado lugar dado a la mujer entre sus filas, pese a ser ellas más que los hombres y ocupar, sin embargo, lugares siempre postergados en la toma de decisiones.
En un artículo publicado en Diario 16, el escritor y analista político José Antonio Gómez realiza un análisis histórico de la vida interna de la Iglesia Católica y el rol que ocupan las mujeres entre la feligresía. En ese sentido remarca con mirada retrospectiva:
La Iglesia Católica es una institución claramente patriarcal. Los propios dirigentes se denominan «patriarcas». Este hecho ya da una idea de cuál es la situación de una confesión cuyos actos entran en constante contradicción con lo que debería ser el mensaje sobre el que se asienta su prédica. Igualdad, amor fraterno, comprensión hacia el otro, perdón son algunas de las palabras que repiten cada día los eclesiásticos. No obstante, sus hechos demuestran que esas palabras no son más que algo escrito en un libro y que no posee su transformación en la realidad.
El analista destaca una contradicción crucial al interior de la Iglesia:
Las mujeres suponen un 60% de los integrantes de la confesión, principalmente dentro de órdenes, casi dos tercios que no tienen ningún poder ni ninguna capacidad de decisión. Están entregadas a la oración o a las labores propias que la congregación tiene como actividad, educación y atención a los desfavorecidos principalmente. Por otro lado, los hombres son los que ocupan todos los puestos de importancia, desde el Papa, pasando por cardenales, obispos o sacerdotes.
Otro ejemplo de la postergación de la mujer en el mundo de los católicos tiene que ver con su formación religiosa y académica:
(…) El número de ellas que ha recibido el título de «Doctora de la Iglesia». Este título es otorgado por el Papa o por un Concilio Ecuménico a ciertos santos como un modo de reconocimiento a su sabiduría y a que sean tratados como maestros de la fe para todas las generaciones católicas. Actualmente hay 35 doctores y sólo 4 mujeres: Caterina da Siena, Teresa de Jesús, Thérèse de Lisieux e Hildegard von Bingen.
Haciendo un viaje en el tiempo, las prohibiciones a las mujeres en la Iglesia dan cuenta de su discriminación:
Durante muchos siglos la mujer era considerada por la Iglesia como «ritualmente impura» y por ello, por ser una criatura impura, no se le podían encomendar las realidades sagradas de Dios. En los primeros siglos del cristianismo y a causa de que aún se mantenían algunos aspectos de la tradición rabínica se separaba a la mujer de la religión durante los días de la menstruación o durante la cuarentena post-parto ya que esos periodos eran considerados impuros.
Pero los problemas para las mujeres no quedaron ahí:
Los primeros grandes teólogos o los Padres Latinos (Tertuliano, San Jerónimo o San Agustín) introdujeron en la moral cristiana el estigma de la corrupción natural de la mujer y de la sexualidad como transmisora del pecado. En los siglos V y VI se prohibió a las mujeres que fueran ordenadas diáconos porque la menstruación las hacía impuras de cara a Dios. En el siglo VII se prohibió a las mujeres menstruantes recibir cualquier sacramento y la entrada en los templos, al igual que durante los 40 días posteriores al parto. En el siglo IX en obispo Teodolfo de Orleans prohibió a las mujeres entrar en los templos porque «las mujeres deben recordad su enfermedad y la inferioridad de su sexo; por tanto, deben tener miedo a tocar cualquier cosa sagrada que está en el ministerio de la Iglesia».
Ya en el siglo XX, los problemas siguieron para los derechos de las mujeres, pese a los progresos alcanzados:
En la reforma del Código Canónico de 1917 las mujeres eran la última opción como ministras del bautismo, no podía ser servidoras en el altar, debían cubrirse la cabeza para entrar en cualquier templo, se las prohibía predicar en la iglesia y no podían leer las Sagradas Escrituras. Se recalcaba, igualmente, que una mujer no podía ser ordenada sacerdote. Todas estas prohibiciones y limitaciones respecto al género masculino seguían determinadas por el hecho de que la mujer fuera un ser impuro. Incluso se prohibía cantar a las mujeres.
Este Código Canónico estuvo vigente hasta el año 1983 y, paradójicamente, fue reformado durante el papado de uno de los pontífices más reaccionarios de los últimos siglos, el Papa polaco Karol Wojtyla. En este nuevo Código Canónico levantó algunos de los cánones que dejaban a la mujer como un mero objeto al servicio del hombre. Se las permite leer las Sagradas Escrituras durante la liturgia, servir en el altar, liderar grupos litúrgicos, distribuir la comunión o ser ministras del bautismo. Sin embargo, se mantiene la prohibición de la ordenación sacerdotal para las mujeres y reserva en exclusiva el lectorado y el ministerio acólito a los hombres.
fuente: Diario 16