Que el recital del Indio haya terminado «sólo con dos muertos» (dicho esto con pretendida ironía), no significa que no haya sido una tragedia. Más bien, y por suerte, fue una de acotada dimensión.
Si el hundimiento del Titanic hubiese provocado «sólo dos muertos» tal vez no hubiese ocupado la exclusiva atención de la prensa de esa época y no hubiese suscitado tanto interés como para dedicarle una película. Pero aquel transatlántico se hubiese hundido de todos modos y el fracaso de lo que se previó en su construcción no se hubiese borrado.
Acá en el tiempo, en Olavarría, algo también fue a pique, más allá de la cantidad de muertos.
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Los sucesos antes, durante y después del recital en cuestión dan cuenta de una cadena de responsabilidades, que seguramente son penales y también políticas. Pero antes que nada son sociales.
La horda de gente marchando en caravana desde tantísimos rincones del país, especialmente desde Buenos Aires, todos hacia el mismo lugar, representa un acontecimiento ex-tra-or-di-na-rio. Ante semejante movilización, la pregunta es si la procesión humana hacia la «misa ricotera» puede ser un acontecimiento de pura decisión, organización y ejecución privada.
Que una ruta (o varias más bien) queden totalmente bloqueadas por el traslado de cientos de miles de personas hacia un mismo lugar, ¿no amerita que alguna autoridad se haga cargo de su encuadre dentro de los marcos de convivencia con quienes no son parte de la convocatoria? Después de todo, cuando muchos de van de vacaciones «por las suyas», privadamente hacia la Costa Atlántica bonaerense, las autoridades despliegan el ya conocido y explotado políticamente Operativo Sol. La política nos riega de policías para que tengamos un «verano seguro», un «descanso con tranquilidad». Parece que la muchachada ricotera no necesita de esa protección estatal.
En el plano más corto, en la Olavarría misma, sabemos que el intendente local tiene que explicar y mucho sobre su participación institucional y personal en la co-organización del evento. Y la productora encargada del recital, también, por supuesto.
Todos se comprometieron, supuestamente, a prevenir los hechos que pudieran haber empantanado el recital del Indio. Indudablemente algo falló.
Los organizadores del evento, tanto privados como el Estado, intentaron organizar lo «inorganizable», dadas sus posibilidades. Con apenas un puñado de voluntarios, otro tanto de médicos y tan sólo 1.400 policías para (suponemos) custodiar el evento, algo no muy bueno podía pasar. Y pasó.
Y para que quede claro: las falacias de que cómo «siempre fue así» y «nunca pasó nada» no explican que la tragedia pueda aparecer sin pedir permiso. Por eso los sucesos de Olavarría fueron, créanme, mi-la-gro-sos. Aquí coincido en el argumento relativizador de «sólo dos muertos». Con la que no negocio es con esa justificación sobre que los fallecidos se fueron de este mundo, no por aplastamiento, sino por otras circunstancias secundarias de la convocatoria. Como si sus muertes pudiesen estar justificadas por el sólo hecho del ser en el marco de la magnánima misa ricotera.
Lo que sucedió en Olavarría fue, sin dudas, intentar frenar con la mano un camión que venía de frente, a toda la velocidad.
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Pero los hechos en debate además, despertaron una de las tantas grietas que tiene nuestra sociedad, fisuras sociales que fueron removidas y agitadas por el kirchnerismo pero no inventadas. Mucho tiempo antes, mucho antes del kirchnerismo, nuestra sociedad ya venía agrietada con esto de, por un lado, los hombres y mujeres «de bien» de las ciudades «bien» y, por el otro, esos «otros» devenidos vaya a saber de qué recónditos lugares de barrio y abandono.
Olavarría reencontró a unos y otros, aunque, en verdad, no todos estuvieron allí en persona. Los primeros, la «gente como uno», horrorizada el espectáculo de masificación de la pasión por un artista; los otros, movilizados en todos los medios de transporte posibles, a través de varias rutas, tapándolas literalmente con su abrumadora presencia y desembarcando en una ciudad a la que copó y desbordó por todos lados.
Esos unos, esas señoras y señores, bien podrían ser parientes de aquellos mismos que se escandalizaban cuando montañas de trabajadores se desplazaban también en camiones a coronar como Rey de los pobres al entonces Secretario de Trabajo, Juan Perón, el 17 de octubre de 1945. La historia los reencuentra a unos y otros, en un choque cultural que parece insoldable sea el tiempo que fuere. Y en esa auténtica «colisión cultural» saltaron por los aires prejuicios varios.
En este sentido, la teoría sociológica tiene algunos aportes muy interesantes para hacer. Esta disciplina nos habla de la desviación social, que se pone de manifiesto cuando un individuo se comporta por fuera de lo que una sociedad considera la «normalidad».
La desviación social incluso, fue un concepto incorporado por la psicología en línea con lo que la estadística advertía en sus estudios sociales: Hay individuos que se alejan del comportamiento socialmente aceptado, por razones propias de su psicología, como parte de un contexto social determinado.
Los feligreses del Indio parecieron caer en ese juicio social.
El sociólogo y médico ítalo-argentino José Ingenieros categorizaba allá por comienzos del siglo XX distintos tipos de hombres. Al que tenía la capacidad de ver su futuro, de hacer previsiones para alcanzarlo, lo llamaba hombre idealista. En cambio, al hombre que no tenía capacidad de trazar un camino hacia su porvenir, el que no ideaba una estrategia para alcanzarlo, José Ingenieros lo llamaba hombre mediocre.
Reflexionando en este 2017, y valiéndonos del marco teórico de recordado pensador, debiéramos preguntarnos cuántos son los que viven su presente pensando en el futuro. Y cuántos son los que decidieron abandonar expectativas en lo que viene, para sólo vivir lo que hoy tienen a mano.
Sirviéndonos del pensamiento de José Ingenieros, debiéramos preguntarnos quiénes son los hombres idealista de esta Argentina del siglo XXI y los mediocre que abandonaron su vida a un presente sin futuro. Las sorpresas sobre dónde caería «la gente de bien» y «las hordas del mal», puede llegar a ser significativa.
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Lo que queremos dejar en claro es que, en los sucesos de Olavarría se demostró (una vez más) la ausencia de la prevención, sazonada con esta creencia argentina de que el problema siempre es del otro y que «¿a mí?, a mí nunca me va a pasar». Ah, con una pisca de «cómo va a pasar esto, si antes nunca pasó».
Ahí se filtra la frase repetida de que «Dios es argentino». El barbudo podrá ayudar, pero no evitar tragedias, sobre todo cuando todo se hace mal desde un primer momento.
En Olavarría todos y más fueron responsables.
Lo fue el Indio por permitir una organización caótica; sus productores por jugar al filo de la ley y más allá, buscando maximizar beneficios sin importar los riesgos; la intendencia por permitir que se violen prohibiciones como las de vender alcohol, manejar borracho y demás; el público por aceptar meterse en un cajón, grande, pero cajón al fin con tal de estar cerca de su ídolo; y las autoridades provinciales por permitir que semejante marea humana se desplace toda hacia un mismo lugar, que cope sitie una ciudad entera y todo sin ningún tipo de control suficiente, con el pretexto de que a los seguidores del Indio «no les gusta la policía».
Ahora bien, los que componen el público ricotero, ¿son los únicos que infringen la ley?
Los miles y miles de conductores de autos, micros y camiones que fueron manejando violando las normas de tránsito, ¿son los únicos que cometen esas infracciones?
Los miles y miles que se agolparon en el predio de Olavarría para ver al Indio, ¿son los únicos que se meten en un lugar sin saber cuáles son las medidas de seguridad del ámbito?
¿Acaso usted es un «respetador serial» de las leyes de tránsito? ¿Acaso usted chequea las salidas de emergencia cuando va a un cine o a un teatro? ¿Pregunta si el lugar está habilitado o cuántos matafuegos tiene?.. Ah, y con qué químicos están cargados, también.
¿Usted le pide al dueño del restorán donde va el certificado bromatológico? Es más, ¿se metió alguna vez en la cocina de ese afamado lugar para corroborar que todo lo que allí se hace cumple con las reglas?
Pareciera que, en la comparación entre la supuesta barbarie ricotera y la conducta correcta de quienes la juzgan, apenas si se diferencian por su magnitud y exhibición pública pero no por su esencia.
¿Es muy distinto que muchos, o muchísimos, hagan algo fuera de la norma, desviado de la supuesta «normalidad», en un mismo lugar, a que otros tanto también se lleven puesta la ley pero cada a uno por las suyas, en su cómoda individualidad?
Esta mirada teñida de hipocresía también se advierte cuando se le cae con el peso de la crítica al funcionario público que se hace de lo que no le corresponde, juzgado por una sociedad acostumbrada, demasiado por cierto, a hacer de la ley una herramienta para su conveniencia más que una vara para medir sus acciones.
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Cuando José Ingenieros ponderaba a ese hombre idealista, esa figura que planificaba su futuro, estaba hablando de personas que preveían. Prever es ver por anticipado. Pero es más aún: es ver venir, es definir un método establecido en el presente para que el futuro, si no es evitado, al menos sea contenido.
Si yo no prevengo, si vos no prevenís y él tampoco, nadie previene, y todo puede pasar. Y le puede suceder a cualquiera, en una Argentina de mirada corta y de arrogancia extendida, sin distinción de clase.