La reciente ¿elección? del nuevo presidente de la AFA nos trae al presente un debate que venimos dando desde hace años, especialmente en la Argentina. Tiene que ver con el modo en que los argentinos y consideramos a la democracia. Es decir, qué grado de relevancia le damos a la decisión de participar con nuestro voto en causas públicas varias, muy variadas. Pero también tiene que ver de qué modo sentimos y vivimos en democracia hasta en nuestras vidas privadas, en nuestra casa, en nuestro barrio o en nuestro trabajo.
Cuando hablamos de democracia generalmente pensamos (de manera inmediata y restringida) en la convocatoria a votar cada dos años. Una modalidad que incluso algunos funcionarios del actual gobierno pusieron en duda sobre su efectividad, sobre el supuesto fastidio que le genera a la población tener que ir a las urnas cada 730 días. Pero no nos queremos meter en el costado político de la democracia, sino en el social.
La pregunta sería, ¿cuánta democracia hay en tu vida, en la mía… en la nuestra? Es decir, ¿cuántas de tus decisiones cotidianas están tamizada por la votación de un conjunto de personas que deben hacer una tarea en común?
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La pregunta la podemos (y debemos) aplicar tanto a nuestra vida cotidiana como al funcionamiento mismo de las instituciones más variadas de nuestra sociedad, como pueden ser los clubes de fútbol, los partidos políticos o la mismísima democracia a la que suscriben los poderes políticos consagrados en nuestra Constitución.
¿Realmente estamos en una democracia que nos represente? Pero más importante aún: ¿Vivimos la democracia con nuestra comprometida participación?
Un hecho evidente desde el retorno democrático de 1983 es que en la Argentina los supuestos usos y costumbres democráticos terminaron (y terminan) siendo cooptados y usados por manos ajenas, no siempre cercanas a nosotros. Y esto se da porque culturalmente nos fuimos acostumbrando a delegar las cuestiones vinculadas a la participación ciudadana en la política, la partidaria, la que se ejerce en un gremio o en un club de fútbol. Esta delegación nos deja lejos de la toma de decisiones y apenas si podemos lanzar una crítica que, con suerte, puede llegar a ser amplificada por los medios de comunicación.
Pero lo peor de la situación viene dada porque, esos pocos, esa «aristocracia de hecho», o mejor dicho, ese gobierno de los que quedan dentro de la política, (más que de los mejores), encima terminan decidiendo sin democracia alguna, sin importarles demasiado a quienes representan. Esos pocos que quedan haciendo política terminan prescindiendo de la voluntad de nuestro voto.
Son las instituciones que integran esos dirigentes las que reniegan de la democracia. Ni siquiera les gusta el debate interno, previo a una elección. Por ejemplo, los partidos políticos. Se desarman en negociaciones para lograr listas de consenso. No sea cosa que deban dirimir sus cuestiones en una elección. Le tienen temor a la votación, especialmente desde el año 2009, cuando se pusieron en marcha las PASO, las Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias.
Recién en 2015 pareció enriquecerse el debate internos de los partidos políticos, con elecciones internas como las de Cambiemos, en la que disputaron por la candidatura presidencial Mauricio Macri ante Ernesto Sanz, Sergio Massa y José Manuel de la Sota en el espacio de Unidos por una nueva Alterativa (UNA) o el Frente de Izquierda con la contienda en Nicolás del Caño y Jorge Altamira. Sin embargo, en las elecciones presidenciales de 2011, en las que Cristina fue reelegida, ningún espacio político había presentado una interna con más de un candidato. El dedazo fue la lógica. Fueron los candidatos elegidos a dedo, tanto a izquierda como a derecha del espectro ideológico partidario. Los postulantes llegan por designio divino de su líder.
Hasta estos días, en la Argentina vivimos la democracia con miedo, especialmente en los estamentos dirigenciales; pero es un miedo que también se percibe en la ciudadanía. Y es entonces cuando todos entendemos y avalamos la aparición del dedo resoluto. Lo practicó el kirchnerismo en el poder, el macrismo desde su orígenes, lo aplicó Lilita Carrió en su Coalición Cívica y hasta Pino Solanas en su progresista Proyecto Sur.
Lo que no advertimos es qué tanto poder tiene nuestro voto. Las últimas elecciones presidenciales dejaron una poderosa evidencia: el voto popular puede cambiar decididamente el rumbo político de un país. Lo que el ciudadano manifieste en las urnas pesa, vale y compromete a la dirigencia. Que la hegemonía kirchnerista haya llegado a su fin fue más un mérito ciudadano que un logro dirigencial.
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El flamante presidente de la AFA Claudio «Chiqui» Tapia llegó a la cima del poder de la política futbolística por una negociación entre poderosos de la pelota. Llega a una votación elegido de antemano. Se vota pero ya está elegido. Un rasgo visible en esta votación en particular pero extensivo (como ya dijimos) a muchas otras prácticas (supuestamente) democráticas dentro tanto en la dirigencia deportiva, la política, la económica y la gremial.
¿Acaso, por ejemplo, los intendentes son los únicos que ser perpetúan en el poder ante la ausencia de candidatos alternativos?
¿Qué pasó durante todos estos años en la conducción de clubes de fútbol?
¿Qué paso al interior de los gremios y de las entidades gremiales empresarias?
¿Hay mucha democracia por allí que promueva una amplia renovación dirigencial?
No seamos hipócritas.
Los que se pegan una ducha de democracia saben que ese baño no los limpia de su pátina en la que la voluntad popular suele resbalar.
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La democracia es una herramienta fundamental para darnos un gobierno que nos involucre y represente a todos, sin distinción de ideológica, partidaria o social.
Si pensamos que la democracia es sólo ir a votar cada dos años en una elección de partidos políticos, con suerte podríamos hablar de una democracia formal, aparente. La noción de una sociedad democrática no se construye sólo con participar en elecciones generales. Se fundamenta en el día a día, en el respeto de la voluntad de las mayorías.
Sabemos que la democracia es una oportunidad única para el negocio de la dirigencia; pero si los sometemos a nuestro voto, cada día más y mejor, tal vez forcemos a que mejoren sus prácticas.
Que la democracia nos de elecciones con sólo un candidato, suena a afrenta, a burla.
Cuando más le rajemos a los votos, menos democracia tendremos.
Y cuanto más legitimemos con el voto decisiones tomadas de antemano, menos democracia tendremos, para quedarnos, en cambio, con una débil, oscurantista y poco inclusiva.