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Redes Sociales: "Confieso, luego existo"

La “sociedad confesional” como la definió Zygmunt Bauman nos pone en un nuevo escenario social en el que se redefinen los espacio de lo público y lo privado mediante la confesión propia, por decisión personal y por presión pública. Una nueva ética a partir de las redes sociales que define lo “bueno” y “malo” y relanza la existencia humana a nuevos estadios sociales, confesión mediante.

Lo primero que les voy a pedir es que no se sientan incómodos con las líneas de más abajo. No se sientan intimidados por las ideas que vengan a continuación. Más bien siéntanse «pensados».
Les propongo que reflexionemos sobre esta nueva sociedad a la que estamos dándole forma a fuerza de redes sociales. Una sociedad moderna, autoreconocida como tal. Una comunidad que se siente haciendo algo nuevo, distinto a las prácticas sociales de nuestros padres y abuelos. Pero una sociedad que pone a nuestras vidas a cielo abierto, mejor dicho, a redes abiertas, lo que constituye (aunque parezca extraño) un acto social más viejo de lo que puedan creer.

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Millones personas se muestran a cada segundo en las redes sociales, exhibiendo lo que piensan y hacen. Es una suerte de estado confesional público. Como lo definió el sociólogo polaco Zygmunt Bauman estamos en la era de la sociedad confesional.
Hace no tantos años atrás Giovanni Sartori hablaba por primera vez del Homo Videns. Un hombre que se había hecho a la medida de la era del mirar a través de la televisión y proceder en la vida a partir de esas imágenes. Y de ese homínido visual pasamos a este que somos, confesional o redes-confesional. Un sujeto menos pasivo ante las imágenes que se le proyectan; en las redes llegó la hora de meter mano, voz e imagen propia para ser parte de esas pantallas de interacción inédita; como en la vida del cara a cara, pero virtual.
Todo lo que hacemos y pensamos lo contamos una vez que lo terminamos de concretar… o en vivo. O incluso lo publicamos antes, muchas veces sin meditarlo demasiado. Este estado confesional nos lleva a tomar decisiones públicas no siempre reflexionadas lo suficiente. Con la era del dispositivo multimediático propio, de alguna manera se relajó el control sobre lo que publicamos; fue desapareciendo la necesidad de pensar antes de teclear, antes de expresarse. Surgió una suerte de sinceridad online, una auténtica confesión mutimedial.

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En esta sociedad confesional, sin embargo, no estamos haciendo algo del todo nuevo. Ya hace varias décadas atrás Michel Foucault describía el mecanismo por el cual las sociedades eran mediadas por la confesión religiosa. La culpa y el arrepentimiento eran sentimientos que obligaban a la confesión, para lograr la salvación, la posibilidad de acceder a otro mundo. El rol pastoral de los receptores de dichas confesiones quedaba inscrito en la teoría del poder, tema sobre el cual el pensador francés reflexionó con notable claridad.
Con Foucault, el poder confesional trasladaba la tutela del propio destino a otra persona, al pastor que nos guiaba; la liberad individual entonces quedaba restringida al espacio de lo más íntimo, aunque siempre rodeada por esa espesa atmósfera de la tutela confesional.
Yendo ahora hacia el pensamiento de Zygmunt Bauman, vemos cómo la sociedad actual retoma la noción de confesión, pero de manera pública. Su confesor es la gran platea de los usuarios de las redes.
Una pregunta pertinente es si hoy mostramos nuestra identidad con fines recreativos o incluso profesionales o en verdad estamos haciendo una confesión pública, con fines terapéuticos. ¿Realmente lo hacemos con esos objetivos o estamos buscando encontrar la aprobación pública de nuestros pensamientos y acciones?
Bauman sostiene que hoy buscamos la aprobación de los otros (o al menos su reacción) como forma asertiva de reivindicación nuestros actos y pensamientos. Realizamos manifestaciones exteriorizadas como reafirmación de nuestra verdad interna, un modo de lograr «ser» como «ser reconocido».
Tal vez estemos hablando de una confesión pero por anticipado, previa al pensamiento o al acto mismo que realizaremos; una indulgencia por anticipado.
La contracara de este fenómeno es condenar a la «muerte social» a quien no entra en el juego de las redes sociales; es una «no» persona o de una de estatura social menor o extraña al conjunto de los participantes del gran juego de las redes.
Quedará para otro momento (y probablemente para otro escribiente) la pregunta sobre si podemos pensar en la reprobación social de las redes como lo era en aquella sociedad pastoral que describía Foucault. El interrogante es determinar si aquello que por entonces era pecado hoy opera con igual sentido sobre la conducta «desviada» (es decir, hoy aquel que no es parte de las redes).

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La búsqueda de la aprobación colectiva y el apuro en alcanzarla, sin embargo, nos está llevando a nuevos problemas de convivencia humana, algunos con desenlaces indeseables.
El apuro por ser en las redes nos extravía de nuestro propio destino; somos futuro a partir de lo que creemos que será aprobado por la gran platea de las redes. De alguna manera, buscamos la aprobación de la comunidad virtual como si ella fuese nuestro pastor a quien debemos agradar. Retomando a Foucault, una suerte de panóptico que no nos debe amenazar con observar y eventualmente castigar, sino uno de nueva índole, al cual somos nosotros los que entregamos nuestra más íntimas confesiones.
Esta urgencia por querer exhibirnos nos lleva al acto que se escinde incluso de la propia moral y el propio comportamiento ético; o más bien lleva esas acciones hacia un nuevo escenario de principios ad hoc.
Las escenas de personas realizando selfies en momentos de altísimo riesgo (manejando un vehículo a toda velocidad, trepando a los más alto rascacielos…) son una muestra de esta urgencia por publicar-agradar-sorprender a la gran platea de las redes.
Casos recientes como el de los bloggers abusando de una joven alcoholizada o del periodista mofándose del choque que protagonizó son apenas muestras de un fenómeno ampliamente difundidos en las redes sociales.
Son modos que también abrazan las personas de lengua filosa (y generalmente de pensamiento poco respaldado por un intelecto mínimamente fundamentado, tal como lo remarca Arturo Pérez-Reverte), además de aquellos intrépidos de mil piruetas que terminan mal heridos o directamente muertos; incluso los suicidas y los criminales. Unos y otros siempre existieron en la historia, solo que hoy las redes sociales los han relanzado al público en general. Nada novedoso, pero sí con nuevos medios y modos de mostrar lo que piensan y hacen.

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Lo interesante de esta era confesional es que tiene un «mientras tanto», uno que influencia en la vida como la conocimos, sin una pantalla delante. La que entra en nueva fase es nuestra propia privacidad.
Los drones, con las cámaras de seguridad, con sensores de todo tipo… están configurando una suerte de panóptico mucho más desarrollado y complejo que aquel pensado por Michel Foucault.
¿En donde habrá quedado ese mundo de lo privado, lugar en donde solo mentes brillantes como las de Sherlock Holmes podían penetrar? ¿Será que ante lo inevitable de la invasión de los privado decidimos entregar nuestra intimidad por anticipado?. No tengo respuestas para semejante pregunta.
Pero queda claro que una nueva modernidad se debate en esta gran tribuna de la confesión pública y la respuesta instantánea de nuestros amigos virtuales. Una de interconexión personal de altísima complejidad, en la que los espacios de intimidad quedan reducidos por decisión personal y presión pública.
¿Estaremos caminando hacia el fin de la intimidad?
Otra respuesta para lo que no tenemos respuesta.

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Director de Voz por Vos. Locutor, periodista y docente. Conductor de "Ventana Abierta", lunes a viernes de 12 a 14 (FM Milenium -FM 106.7-). Columnista de temas sociales en Radio Ciudad y docente en la escuela de periodismo ETER.
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