Los comicios legislativos en la Argentina se presentan como una oportunidad para debatir sobre la calidad de la representación política argentina, en un contexto de distancia entre votantes y candidatos con fuertes cuestionamientos a la dirigencia política la que, a su vez, explora la posibilidad de realizar elecciones menos frecuentes con argumentos en línea con la idea de no tener un país «en campaña permanente».
Las cartas ya están sobre la mesa. Las boletas estarán en las urnas.
Con algunas certezas, que nos parece interesante resaltar, más allá de los resultados electorales.
Primero, los problemas no se resuelven con cambios de gobiernos, ni por las urnas y menos aún por la fuerza; en todo caso empiezan a operar soluciones sobre esos entuertos que, depende el gobierno y sus circunstancias, serán decisiones adecuadas o no.
Segunda certeza, que un país no resuelve sus problemas con antinomias, con grietas. No hay manera de que haya solución por ese camino.
Y una tercera convicción: el problema de un país como el nuestro no es estar supuestamente «siempre de campaña». El inconveniente más bien es que estamos de continuado en la trinchera, en la batalla y no negociando en los despachos oficiales, en las instituciones republicanas, en el Parlamento y en las legislaturas, en el contexto de las instituciones democráticas que permiten esos debates. No es un escollo tener diferencias: lo nocivo es dónde se discuten, especialmente cuando el debate se termina dando casi exclusivamente en un set de televisión. Es un desplazamiento de lo importante al lugar incorrecto, pero inevitable ante la crisis de las instituciones. La gran tribuna, nosotros, los medios, nos hemos transformado en la gran rueda de auxilio de esta situación.
Con mucha dedicación y energía también tenemos que evitar que esto suceda con las elecciones, esa instancia máxima del ejercicio de nuestro derecho como ciudadanos a elegir quiénes nos representen en la discusión sobre los destinos de nuestro país y a quiénes nos gobiernen por el camino y el modo de transitarlo que decidieron nuestros representantes.
La propuesta que insinuó el oficialismo para pasar a votar cada tres años, en vez de dos, sería un paso perjudicial hacia el debilitamiento de la representación ciudadana en la Argentina: el riesgo, precisamente, sería reemplazar aún más la discusión política en las urnas por un panel multimediático, televisivo, online y radial, en vivo y en directo las 24 horas para todo el país.
Si las urnas se corren para que el debate sea solo en los medios, entre comicios y comicios, habremos dejado de lado la fiesta de la democracia para quedarnos mirando exclusivamente el cotillón que la decora.
Valgan estas reflexiones en tiempos electorales que es cuando la ciudadanía está un poco más atenta a estas cuestiones, por los comicios, en general, y con suerte, por sus dirigentes y candidatos, en particular.
No importa tanto el resultado de esta elección de medio término; lo que surge relevante es el tipo de democracia que tenemos y la que queremos, cómo vamos a participar en el juego que ella brinda más allá de los candidatos que votemos y los gobiernos que nos dirijan.
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¿Alguna vez se preguntaron de quién es la democracia?
Créanme que sí tiene dueños. No son los que asumen por el voto popular. Aunque suene a perogrullada, digamos que los propietarios somos quienes ejercemos nuestro derecho a elegir democráticamente quiénes nos representan y quiénes nos gobiernan.
Sin embargo, un ejemplo de lo que significa este «adueñamiento» de la democracia por parte de la dirigencia política es el hecho de que, desde el plebiscito por el Canal de Beagle, de 1984, pasaron más de 30 años sin que los argentinos hayamos ido a las urnas, extraordinariamente, a debatir varios temas que tuvieron su máxima transcendencia, tales como la reforma constitucional de 1994 o la crisis de las pasteras de 2003, la ley de Medios en 2009 o la ley de matrimonio igualitario, de 2010. En esas ocasiones excepcionales ningún gobierno nos preguntó qué opinábamos. ¿Será que el «encuestismo» le torció el brazo al debate republicano y democrático? ¿Será que la siempre difusa y borrosa noción de la «opinión pública» le ganó a la institucional opinión democrática de las urnas?
Los argentinos y argentinas fuimos bastante poco escuchados en estas más de 3 décadas de democracia.
Degradar aún más nuestra participación ciudadana sería volvernos aún más vulnerables, democráticamente hablando.
En honor a todos los que lucharon por tener esta democracia que poseemos, que estos tiempos electorales sean más una fiesta cívica más que una obligación legal.