Las muestras de solidaridad de los mexicanos con sus compatriotas envueltos en el drama de los escombros y la desolación dará paso nuevamente (como ya sucedió en otras ocasiones cuando la tierra tembló y arrasó con todo) a una dinámica social del egoísmo, la soberbia y la indiferencia. ¿Pesimismo o simplemente un vaticinio sobre la condición humana que solo parece encontrar empatía con el otro en ocasiones de conmoción social?
Las imágenes que llegan desde México, conmueven; hacen sollozar los ojos y estrujan al corazón. Todo es desgarrador viviendo de un lugar en donde todo se derrumbó. Pero la luz de la esperanza, la oportunidad del encuentro entre seres humanos también se da.
Debajo de los escombros que dejó el terremoto, emergen señales de vida. Reales y ficticias, como el caso de la supuesta nena atrapada entre las ruinas de su colegio. Frida no existía pese a que los rescatistas juraban que una nena había dado señales de vida.
Y uno se pregunta hasta dónde la cabeza humana juega fichas tramposas deseando algo que no existe o viendo algo que no tiene entidad. Tal vez hasta podamos transpolar esta ilusión a otros menesteres de la vida. Cuántas veces, acaso, hayamos visto en nuestros parientes cercanos, amigos, compañeros y tanto otros atributos que en verdad no tenían, ni de los buenos ni de los malos. Cuántas veces habremos dado por verdadero algo irreal. Eso pasó con los rescatistas de México.
Como ya había sucedido en aquel terremoto de 1985, cuando un supuesto niño, llamado Monchito, supuestamente daba golpes entre los escombros indicándoles a los rescatistas que estaba allí abajo de las ruinas, esperando ser salvado. Ni Frida ni Monchito existieron, pero nos quedan los fantasmas humanos que muchas veces se hacen realidad en nuestra imaginación, o ella misma los materializa.
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Mientras todavía vemos el enorme despliegue de ayuda y solidaridad, en México los temores por el rebrote de viejas miserias humanas están al acecho. El colega Luis Arellano Delgado escribió unas sustanciosas líneas en el diario Excelsior de México, a propósito de estos temores:
Durante los sismos la soberbia se ausenta. Pero tan pronto la población se recupera del susto, del dolor o de la desgracia, regresa ese sentimiento de superioridad y desprecio hacia los demás.
En una cruda crítica al poder político y a la sociedad mexicana misma, el periodista sentencia que no hace tanto, ese desprecio de humanos contra humanos, retornó con total virulencia, apenas aquietados los movimientos del pasado terremoto del 7 de septiembre:
Y es que luego de la emergencia sobrevino un impasse ocupado por la soberbia de actores mezquinos que buscaron orientar los recursos públicos destinados a los damnificados de Oaxaca y Chiapas, mientras otros defiendo la territorialidad de sus feudos locales, lo cual se complementó con esa jactancia de clase por parte de actores sociales que vieron —desde lejos— la tragedia por televisión y minutos después la olvidaron.
Y con total predicción certera, vaticina:
Un escenario va a repetirse a partir de hoy, porque los terremotos que convulsionaron el centro del país solo van a silenciar momentáneamente el creciente desdén en que vivimos. Esa condición de arrogancia va a regresar. Sucedió hace 32 años tras los movimientos del fatídico e imborrable 1985, que quitaron la vida al menos a 10 mil personas.
Es que la miseria humana aflora, emerge de entre las hendijas de la vida misma. Lo vivimos recurrentemente nosotros, con la explotación política de las tragedias sociales o con el aprovechamiento de la vulnerabilidad de argentinos y argentinas que, por ejemplo, se quedan fuera de sus casas por las recurrentes inundaciones.
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Ustedes que saben de nuestra preferencia por hablar de la desigualdad que vive el mundo, no podemos dejar de hacer mención a una teoría, descabellada, por cierto, pero no menos estimuladora de la cuestión de la distancia entre los humanos, social y económicamente hablando.
A principios de este 2017, el historiador austriaco Walter Scheidel presentó un provocador libro, polémico desde su título. Se llama «La gran igualadora» y habla de la violencia en la historia como la gran niveladora de la condición humana. Su teoría sostiene que desde que el ser humano aprendió a tirar piedra, hace dos millones de años, comenzaba una larga historia de rivalidades entre grupos distintos que procuraban vencerse.
Para el historiador Walter Scheidel, desigualdad y violencia son dos rasgos intrínsecamente humanos. Aunque también la lucha contra la desigualdad es parte de la condición humana. Pero, sin embargo, esa lucha es ineficiente, por lo que este historiador-provocador apunta cuatro clases de acontecimientos que promovieron por más o menos tiempo, una cierta igualdad entre seres humanos.
- el colapso de grandes estados, como en el caso de la caída del Imperio Romano
- las devastadoras pandemias como la Peste Negra en la Europa medieval
- las grandes revoluciones como la rusa o la china (no tanto la francesa)
- las guerras que implican una movilización masiva, como la primera y la segunda mundiales.
Tal vez catástrofes como los terremotos o los huracanes sean pequeños ejercicios de este mecanismo igualador, aunque sea momentáneo, de las distintas condiciones humanas.
Por solo citar un ejemplo argentino y cercano en el tiempo, solo basta con viajar hacia finales del 2001, al colapso de la convertibilidad monetaria. Aquel crack argentino empujó a la calle a sectores pobres y empobrecidos, muchos de ellos pertenecientes a la clase media.
«Piquete y cacerolas, la lucha es una sola» era el lema que unía a unos y otros en una misma gesta. Era un reclamo al unísono que se cristalizó en asambleas populares en calles y plazas, pero que poco a poco se fue apagando con la recuperación económica.
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Vuelvo a las imágenes de México, con sus rescatistas con los puños en alto pidiendo silencio ante la posible existencia de vida bajo los escombros. Me quedo con ese silencio colectivo, solidario y respetuoso.
Quedémonos con ese instante solidario y que ayude a compensar tantos otros momentos de mezquindad humana y de pisoteo mutuo, en busca del «sálvese quien pueda».