El caso de Santiago Maldonado revela dos fenómenos argentinos: por un lado, la Justicia lenta, imprecisa, hundida en miserias propias y condicionada por conveniencias políticas. Por el otro, el ejercicio del periodismo, teñido de intereses que alejan a la profesión del centro de su esencia, que es la verdad de los hechos.
El caso Maldonado nos deja nuevamente a las puertas de una verdad bien argentina. Es aquella que nos muestra la falta de institucionalidad de nuestro país. Particularmente, hablamos de la falta de una Justicia con mayúsculas. No una que evite los crímenes; la justicia no está para eso. Necesitamos a jueces y fiscales que por lo menos los esclarezca en tiempo y forma.
Con el caso de Santiago Maldonado la cruda realidad es la de una Justicia que, por múltiples razones demora, desvía y hasta obvia hacer lo que le corresponde. El cuerpo de Santiago Maldonado es la materialización de esta miseria institucional en la que estamos enlodados como país.
En el año 2009 desaparecía la familia Pomar. El 14 de noviembre de aquel año, el grupo familiar viajaba en su auto desde la localidad de José Mármol rumbo a Pergamino, en la provincia de Buenos Aires. Nunca llegaron a destino.
La familia Pomar estaba integrada por Fernando Pomar, su esposa Gabriela Viagrán, y sus hijas menores de edad. Durante 24 días la familia Pomar estuvo desaparecida hasta que el martes 8 de diciembre de ese año las autoridades hallaron sus restos, dispersados alrededor de su propio automóvil a cincuenta metros de la ruta.
Las pericias indicaron que habían sufrido un accidente automovilístico el mismo día de su partida. Pero los encontraron 24 días después, en un lugar que había sido rastrillado unas cinco veces. Las acusaciones recayeron sobre la propia policía. Tal vez si la familia hubiese sido localizada a tiempo, alguno de sus integrantes podría haber estado con vida y eventualmente habría sido salvado de la muerte. Pasaron 24 días y todos los Pomar fueron encontrados muertos.
El 22 de febrero de 2012 se desató la peor tragedia ferroviaria de la historia contemporánea argentina. La tragedia de Once. Ese día el conteo de las víctimas fatales llegó a 50 personas. Pero faltaba dar con un joven: Lucas Menghini Rey. Nadie lo encontraba y sin embargo estaba demasiado cerca. Su familia lo buscó durante 57 horas. Varios testigos aseguraban que el chico se había bajado de la formación.
Lucas fue encontrado sin vida en la propia formación de la tragedia. Fue gracias al aporte de su propio padre: Dos días más tarde y luego de que Paolo Menghini, operador técnico de la TV Pública, revisó las imágenes de las cámaras de seguridad de los andenes. En ellas reconoció a su hijo. Los rescatistas hallaron muerto a Lucas entre el tercero y cuarto vagón. El supuesto operativo eficiente en las tareas de rescate se desmoronaba en segundos.
Recientemente, una avioneta cayó a poco de despegar del aeropuerto de San Fernando. La aeronave con sus ocupantes estuvo 24 días sin poder ser localizada. Fue hallada en el Delta con las 3 personas fallecidas. Apenas un par de kilómetros separan el punto de despegue del de caída.
Los mecanismos de monitoreo y seguridad funcionarios de regular a mal, al menos para divisar a tiempo el lugar de impacto y reducir en tiempo el calvario de los familiares apiñados en la aerostación desde donde despegó la avioneta contando días, horas, minutos y segundos de angustia y desesperación.
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La lista de casos resonantes sigue, por supuesto. En la nómina tiene y debe estar Alberto Nisman. Su muerte sigue sin ser esclarecida. Como tampoco lo fue el peor atentado sufrido en territorio argentino, como fue el de la AMIA, en 1994, dos años después de la voladura de la Embajada de Israel.
Como una torre de Babel, un drama se apila sobre el otro, y todos en la extensa construcción de la impunidad argentina.
Aunque suene a perogrullada, la Justicia tardía no es Justicia.
Para no hablar solo con los hechos consumados, o más bien con la impunidad consagrada, hay que tratar de ser relatores del presente, más que comentaristas del pasado. En esto, desde el periodismo debemos ser actores trascendentales del aquí y ahora. Hablar sobre los horrores del pasado más bien nos convierten en historiadores. Si no informamos y denunciamos cuando los hechos más atroces se están cometiendo de alguna manera nos convertimos en cómplices de esos acontecimientos.
Hoy hay que estar sobre el caso de Santiago Maldonado; no para condenar a nadie, ese trabajo será el de los jueces; estamos para investigar, revelar e informar.
Cuando lo hicimos en tiempo y forma los resultados siempre fueron beneficiosos para el país. Cuando nos callamos, el periodismo terminó en el barco de las responsabilidades públicas.
Desde la comunicación debemos estar del lado de la verdad. Y a veces duele, porque muchas veces pega en nuestras propias simpatías ideológicas o políticas. Pero la verdad es la verdad. Y no defenderla por el solo hecho de que beneficie o perjudique a propios o ajenos no es de periodistas.
O pero aún: justificar acciones del poder reñidas de la legalidad por el solo hecho de que justifique tal o cual acción en perjuicio o beneficio de fulano o sultano… Eso no es de periodistas.
Dejemos esas prácticas cuasi-periodísticas a manos de las estrellas rutilantes de las redes sociales. Un espacio en el cual el otras practicas comunicacionales se parecen demasiado y peligrosamente al periodismo, pero no lo son.
A nuestra profesión hay que preservarla tanto como al cuerpo de Santiago Maldonado. En ambos, está la verdad.
2 Comentarios
Excelente análisis Diego. Felicitaciones. En línea con un pensamiento que abarca una mirada real de los despropósitos de un país enredado es su propia lucha de vanidades. Cuando la verdad no es tan importante como querer tener la razón. Saludos
Muchas gracias, querido Roberto!!