Las heroínas de esta crónica fueron mujeres, ciudadanas, trabajadoras y amas de casa anónimas, hasta que la tragedia les asignó un bautismo inesperado: Madres del Dolor.
Por Lucio Casarini (cronista) y Daniela Díaz Arz (ilustradora)
Una docena de hombres jóvenes, varios con el torso desnudo, se apiña sobre la vereda de baldosas rojas de la Plaza de Mayo, junto a la base del poste dorado de un farol; muchos más merodean alrededor, algunos en bicicleta. Al fondo, blanco, resplandeciente de luz eléctrica, el Cabildo de Buenos Aires brilla en la cálida noche de verano, a un centenar de metros de distancia. Los que están amontonados circundan a un individuo que parece sentado o caído contra la columna. Un muchacho alto y escuálido comienza a arrojar patadas sobre este. El agresor se distingue por su pelo largo atado tipo cola de caballo y su vestimenta punk: pantalón y chaleco negros pegados al cuerpo, cinturón con tachas metálicas, y borceguíes. Otro joven, en cuero, con bermuda verde militar y zapatillas, imita la embestida. Un sujeto adicional, de camisa hawaiana gris, pantalón blanco igualmente hasta las rodillas y también calzado deportivo, toma al golpeado por el cuello y lo fuerza a correr unos 20 pasos, en apariencia para protegerlo.
Quedan a la vista el uniforme azul del agredido, el escudo de la Policía Federal en su hombro y la pistola que cuelga de su cintura. El de camisa hawaiana lleva la gorra igualmente azul de la víctima en una mano. La huida atrae un enjambre de atacantes y termina con el damnificado otra vez en el piso, tras varios tumbos lastimosos. Para cubrirse de los incontables puntapiés, el caído asume posición fetal, con las manos en la nuca y los codos rodeándole la cabeza. Una nube blanca de gas lacrimógeno anuncia más policías y obliga a los vándalos a taparse ojos y vías respiratorias con manos y ropas, mientras se dispersan. Un instante después, el herido está acostado boca arriba, con la cara y la cabeza ensangrentadas, inerme, tal vez inconsciente, cuando un fragmento de baldosa o adoquín le da de lleno en el rostro.
—¡Está bien, loco, por lo que hicieron la semana pasada! —dijo con despreocupación Maximiliano Tasca, de 25 años, sentado en una silla y observando las imágenes de Crónica TV. Carismático, de voz sonora y sonrisa franca, Maxi estaba íntimamente satisfecho tras la agotadora y exitosa seguidilla de exámenes que semanas antes lo había convertido en licenciado en Relaciones Internacionales por la Universidad del Salvador. Su tesis analiza Medio Oriente, con foco en Egipto, un país que lo deslumbraba desde la infancia. Estaba anotado como voluntario en los Cascos Blancos, el cuerpo de paz de las Naciones Unidas. Si esta convocatoria se demoraba, en un par de meses podría debutar en el carnaval como percusionista de Los Pecosos, una murga del barrio. Futbolero apasionado, era admirador de All Boys, principal club de la zona, de Boca y de Diego Maradona: tenía la cara del ídolo tatuada en el hombro izquierdo. Además, era ricotero: fanático de la música de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota.
—¡Brindo por eso! —continuó Maxi, levantando su vaso de cerveza. Junto a el estaba sentado Cristian Alfredo Gómez, alias el Gallego o el Gaita, igualmente de 25 años y tan hablador como quien proponía la sarcástica celebración. Cristian poseía un afilado sentido del humor y una mirada astuta, excepcionalmente expresiva. De inmediato, sin duda, el convite derivaría en una charla animada. El Gallego era bajista de La Gaucha, banda de rock concebida en la adolescencia entre compañeros del colegio con la que soñaba grabar un disco. Se ganaba la vida con changas: verdulero, repositor de un almacén, chofer de un camión repartidor de equipos matafuegos. Estaba de novio con Flopi, hermana de un compinche del barrio; reverenciaba a Paul McCartney, bajista zurdo, igual que él; era seguidor de River Plate; y compartía con Maxi el hombro izquierdo tatuado, en su caso un arlequín, y la fascinación por All Boys y por los Redonditos de Ricota.
En la mesa había otros dos comensales. Adrián Matassa, de 23 años, era empleado de la cercana inmobiliaria de su familia, hincha de Boca, aficionado de Leo Mattioli, el cantautor de cumbia, y dueño de carcajadas vibrantes que llenaban el ambiente con intermitencia. Enrique Sebastián Díaz, alias Quique, que al día siguiente cumpliría 21 años, estudiaba Arquitectura y simpatizaba con River.
Eran las 4.20 de la madrugada del 29 de diciembre de 2001. Los cuatro amigos habían ingresado minutos antes al bar de la estación de servicio YPF de Gaona y Bahía Blanca, en el barrio de Floresta. Se habían acomodado en una de las cuatro mesas plásticas blancas con patas metálicas rojas y sillas de diseño similar. Habían pedido una cerveza y la habían servido en tres vasos de vidrio. También una Coca Cola chica con otro vaso. Todos vestían pantalones vaqueros; Maxi, camisa oscura; Cristian y Adrián, remera blanca; Quique, la chomba de River, alba con una banda roja cruzada en el pecho. Hasta la propuesta de brindis, el motivo de charla había sido una broma sobre el Gallego y su novia.
El televisor estaba encima de una heladera vertical, alta como un ropero y llena de bebidas, con la marca Pepsi estampada sobre el marco superior. Las noticias repetían lo ocurrido cerca de dos horas antes en la Plaza de Mayo, a ocho kilómetros de la YPF. Daniel Coronel, cabo de la Policía Federal de 32 años, había sufrido traumatismo de cráneo y otras lesiones. La acometida había sido protagonizada por violentos que intentaban vengar la matanza provocada diez días antes, entre el 19 y el 20 de diciembre, por las fuerzas estatales previo a la renuncia del presidente Fernando de la Rúa.
En simultáneo con la agresión hacia Coronel, el 29 de diciembre se contaron otros 11 policías heridos, daño exterior e intento de asalto sobre la Casa Rosada, y el posterior saqueo del Congreso de la Nación. Los muertos de los días 19 y 20 en toda la República Argentina habían sumado 38, entre ellos nueve menores y siete mujeres; los asesinados esos días solamente en la Plaza de Mayo y la zona circundante habían sido cinco, todos adultos varones.
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—¡Hasta acá, basta! —oyó Maxi una voz masculina en su espalda y antes de que pudiera girar ni menos defenderse, algo que quizás hubiera intentado, pues era cinturón verde de sipalki, arte marcial coreano, ocurrió lo inimaginable.
«Cuando Maxi dijo eso, se paró detrás de el y ahí nomás sacó el arma», se horrorizará Quique Díaz; «apuntó a la cabeza de Maxi y disparó; lo último que recuerdo de ese momento es el cuerpo cayendo sobre la mesa; creo que Maxi murió sin siquiera enterarse».
«Se le movieron los pelitos así», se espantará Sandra Bravo, encargada del comercio, graficando con los dedos, sobre el aspecto de la víctima, «y los ojos parecía que se le estaban saliendo». Ella, tres clientes, incluido un trabajador de una gomería cercana —todos se encontraban en el bar—, y el empleado que cargaba combustible en el playón —que estaba afuera, en su puesto— son los demás testigos presenciales.
El estampido sobrecogedor despertó a los vecinos en un radio considerable. La repetición posterior de andanadas cortó la respiración de muchos. El siguiente objetivo del cazador fue Cristian, fusilado en el abdomen cuando levantaba las manos y rematado en la cabeza mientras su mano izquierda, la misma que nunca más podrá tocar las cuerdas del bajo, se aferraba por acto reflejo a una pata de la mesa. La tercera baja fue Adrián, alcanzado también en el estómago. Quique, que era el más distante del tirador y el más cercano a la puerta, oyó los últimos estallidos mientras emprendía una carrera enloquecida que lo salvó. Su escape detuvo la balacera. Todas las detonaciones habían sido realizadas con proyectiles de punta hueca, prohibidas por el derecho local e internacional porque se abren como una flor al impactar, de manera que aseguran la muerte.
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El sargento Juan de Dios Velaztiqui, de 61 años, guardia nocturno del comercio desde hacía dos meses, con su uniforme de la Policía Federal, chaleco antibalas, lentes de cristales oscuros, cabeza calva y bigote corto gris, enfundó al fin su pistola Browning 9 milímetros, modelo GP 35, número 4999, serie 001499. «Lo que a mí me llamaba la atención era que siempre estaba con anteojos negros», recordará Sandra Bravo; «siempre, adentro, de noche, desde las 24 horas hasta las ocho de la mañana».
Mientras los cuerpos baleados seguían desparramándose y un bálsamo de pólvora impregnaba el aire, Velaztiqui caminó hasta el teléfono de la cabina situada en el interior del local y marcó el número de la Comisaría 43, distante cinco cuadras hacia el sur.
—Intento de asalto; Gaona y Bahía Blanca; maté a tres —dijo en voz alta con la misma frialdad aterradora con la que acababa de ultimar a los jóvenes.
La botella plástica de Coca Cola light que el tirador estaba tomando cuando Maxi pronunció su frase final continuaba, junto a un vaso a medio llenar, sobre la mesa contigua a la que habían ocupado las víctimas. Además, el fusilador había comido un alfajor helado. La botella y los vasos con cerveza se habían estrellado contra el piso, donde los pedazos de cristal y la bebida alcohólica se mezclaban con la sangre, igual que la otra Coca Cola y el otro vaso. El manchón rojizo se expandía como un baldazo de pintura. El primer disparo había sido gatillado a centímetros; el resto de las descargas había sido efectuado a uno o dos metros como mucho; toda la escena había ocurrido en un espacio de cinco por siete metros, la superficie del sector para el público.
Impávido, como obedeciendo un ritual, Velaztiqui tomó por los pies el cadáver de Cristian para arrastrarlo. Pero el muerto mantenía la mano izquierda aferrada a la pata de la mesa por efecto del llamado espasmo cadavérico. Roberto Rochaix, habitué del lugar y uno de los testigos directos, se acercó y abrió la mano sin vida. Luego le reprocharán haberse solidarizado con el asesino. «Solo ayudé a levantar a los chicos con el único propósito de colaborar para que se los llevara pronto una ambulancia», explicará el hombre, aviador de profesión. El criminal pudo, ahora sí, deslizar el cuerpo de los pelos hasta la vereda. A continuación llevó por los pies el de Maxi y lo arrojó sobre el otro. Toc-toc-toc, sonó la cabeza del fenecido licenciado en Relaciones Internacionales al descender los tres escalones de la entrada del local. La doble estela de sangre, de once metros de longitud, que unía el bar y los dos cadáveres apilados a la intemperie, permitía reconstruir los hechos a simple vista.
—¡Hijo de puta, por qué me mataste a los chicos, si no te habían hecho nada! —reaccionó, saliendo de atrás del mostrador y de su aturdimiento, Sandra Bravo, consciente de las palabras de Velaztiqui en el tris previo a la masacre. «Nosotros por ley tenemos la obligación de disparar», había sentenciado el policía mirando las imágenes de Crónica TV. La mujer, parada en el sitio de cajera, le había preguntado sobre la escena en la Plaza de Mayo. Maxi, sentado cerca del sargento, habrá oido el diálogo.
Luego de arrastrar los cuerpos, sin prestar atención a la responsable del comercio ni al resto de los presentes, el triple homicida apoyó un cuchillo junto a los dos cadáveres, mientras aquellos asistían a Adrián Matassa, que se desangraba dentro del bar y moriría horas después.
—¡Ese cuchillo no estaba, no es de los chicos! —vociferó, nuevamente indignada, Sandra Bravo, hacia el subcomisario Miguel Ángel García y el subinspector Diego Almada, que llegaron minutos más tarde.
—Callate la boca, no grites más porque si no te vamos a tener que llevar —escuchó la mujer por toda respuesta. Ayudados por varios subalternos, los policías cercaron el escenario con una cinta plástica y escoltaron a Velaztiqui sin esposar a un patrullero con la intención probable de trasladarlo a la Comisaría 43.
«Creo que corrí con el vaso en la mano», dirá Quique Díaz sobre el momento fatídico; «no paré de correr hasta mi casa, que queda ahí nomás; pero ni siquiera estaba seguro de lo que había pasado; así que volví a la estación de servicio, que ya estaba llena de gente, y desde la vereda de enfrente vi dos cuerpos tirados en el playón», recordará; «en realidad estábamos gastando a uno con su novia, una tontería», explicará sobre el clima en que Maxi propuso el brindis; «su cara estaba normal, sin modificaciones notorias», agregará respecto del ánimo del asesino; «fue todo en un segundo, muy rápido; yo no me imaginaba que Velaztiqui iba a hacer lo que hizo; tengo bronca porque los mató por nada».
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—A la madrugada me llaman por teléfono —cuenta Elvira Castorina Torres, mamá de Cristian Gómez—; me dicen que vaya a la estación de servicio: no deje de ir, señora, vaya ya, por favor; y bueno, así fue; me levanté, me vestí; ya el corazón de madre me decía que algo pasaba, de la manera en que me lo dijeron; así que fui hasta el lugar; mientras me vestía iba caminando; pensé que había una razia y que lo estaban levantando a mi hijo, algo así; pero desgraciadamente no fue así; qué terrible el cuadro con que me encontré; no solamente el hecho de ver tirado a mi hijo en el playón; había sangre por todos lados; era impresionante; lo abrazo a mi hijo, su cuerpito todavía estaba caliente; estaba lleno de policías y lo único que atiné a decir fue: por qué le hicieron esto a mi hijo.
Ella habla en su comedor, en el mismo departamento en el que creció Cristian y en el mismo edificio en el que es encargada, igualmente en Floresta. Entre mate y mate, esta miembro fundadora de la Asociación Civil Madres del Dolor, que lleva con orgullo su Formosa natal en la piel morena y los ojos negros, y luce cabello ondulado con un leve tinte púrpura, se emociona hasta las lágrimas. Sonia, una de las hermanas mayores de Cristian, se asoma sonriente para saludar; la primogénita, Graciela, vive en otra zona de la ciudad.
Una foto que acerca Elvira muestra a Cristian en una escena próxima a la tragedia. El joven, de rostro más pálido que el de ella, ojos marrones, estatura mediana y pelo castaño largo ensortijado y atado en la nuca, mira a cámara mientras abraza a su mamá y su papá, Héctor Ramón. Este, apodado el Chato por su escasa estatura, luce cabeza calva, piel rosada y ojos asimismo marrones. El hombre era catalán de nacimiento y pastelero de profesión; murió en 2012 por causas naturales.
—Yo estaba durmiendo, me tocan el timbre —dice Silvia Noemí Irigaray, mamá de Maximiliano Tasca—; Maxi se olvidó la llave, pensé; Silvia, tu hijo te necesita, está acá a la vuelta, escuché la voz de una vecina en el portero eléctrico; en la puerta del edificio le digo: qué le pasa, dónde está; esta acá a la vuelta, te necesita; no me miraba a los ojos; Maxi está muerto, lo mató un policía, me dijo; me subieron a un auto y me llevaron hasta la YPF; había policías hombro con hombro tapando la escena; allí estaban Maxi y Cristian tirados; Elvira abrazaba el cuerpo de su hijo; ni siquiera corrí la bolsa negra que cubría el de Maxi; quedaba afuera su mano y lo reconocí por ella, que tenía un vendaje que yo le había hecho a la mañana; Velaztiqui estaba sentado en un auto y no atiné a nada.
Mientras conversa, ella sirve el café en el comedor del departamento, ubicado también en Floresta, que compartió con su hijo hasta la tragedia. Un portarretrato junto a un velador contiene una foto tomada un mes antes de la masacre. Maxi sonríe abrazado a Pablo, su único hermano, un año mayor que él; ambos de mediana estatura; Maxi en cuero; Pablo con remera y gorra blancas. El parecido entre Silvia y el menor de sus hijos es notable; allí están, en el rostro de esta elegante mujer de abundante cabello castaño ondulado, la mirada, los ojos marrones y la sonrisa del vástago. Ella se había divorciado de Omar, el papá de los chicos, algunos años antes y trabajaba en la distribuidora de productos para supermercados de su ex en el trance del pánico.
Silvia es otra de las iniciadoras de la Asociación Civil Madres del Dolor. Además, colabora con el Programa Nacional de Lucha Contra la Impunidad. Es voluntaria de dos entidades oficiales de donación de órganos humanos: el Incucai, de nivel nacional, y el Cucaiba, bonaerense. Es autora de un protocolo de actuación policial en el último rubro. Da charlas a presos y a cadetes de las fuerzas estatales. Su debut inconsciente como Madre del Dolor fue el mismo día del triple asesinato, cuando, acorde con la voluntad de Maxi (según constaba en el documento de identidad del hijo), donó las córneas y las válvulas del corazón de este, que viven en otros.
«Salió un médico al rato», contó Angélica Matassa, mamá de Adrián, sobre la muerte de su hijo, ocurrida en el Hospital Álvarez, «a decirnos que no había esperanzas y yo en la huevada de cómo no va a haber esperanzas, si es una persona joven, un chico joven; que le habían pegado un tiro; estaba destrozado por todos lados; el hígado, el vaso, el páncreas, el riñón, el estómago», enumeró; «como mi hijo estaba tan mal, no había nada que hacer; pegué un grito, grité; no podía, no entraba en mí, que mi Adrián se me iba».
«Estuvo casi cinco horas en la operación», precisó Enrique Matassa, el papá; «salió con vida de la operación, pero el médico me dijo que no me hiciera ilusiones, porque la bala ahuecada que puso ese asesino le perforó varios órganos vitales y, bueno, al rato, después, falleció».
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El Tribunal Oral Criminal 13 de la Justicia Federal condenó en 2003 a Juan de Dios Velaztiqui a prisión perpetua como autor de triple homicidio calificado por alevosía. Recién entonces quedó interrumpida la operación de encubrimiento iniciada minutos después de la matanza, cuando los jefes policiales ordenaron a Sandra Bravo callarse la boca.
El acto más dramático del complot para ocultar los hechos fue la represión a balazos de goma y gases lacrimógenos desplegada la tarde de la tragedia contra los familiares de las víctimas y los vecinos que marchaban a la Comisaría 43, donde permanecían atrincherados el asesino y sus superiores. La conspiración encubridora incluyó luego intimidaciones a deudos, testigos y hasta parientes de estos; la mayoría por teléfono y correo electrónico; algunas personalmente, en la vía pública.
—Zurdos de mierda, Velaztiqui hizo bien en matar a esos guerrilleros —advertía una voz en el teléfono—. Córtenla con las marchas, ustedes son todos boleta —era otra frase recurrente—. Parece que no te queda claro que sos boleta ¿Está claro? Sos boleta.
«Zurdo de mierda, te vamos a reventar», repetían por e-mail. «Tené cuidado cuando salgas de tu casa. Cuando tengas a tu mujer enterrada en cal te vas a arrepentir. Puede haber un coche bomba, están todos fichados. Comando Antisubversivo El Plumerillo», era la firma. «Vino a amenazarnos con la pistola y todo», contó Enrique Matassa sobre un policía que irrumpió en auto contra un reclamo pacífico de justicia. «A mi hija, la menor, la empezó a parar la Policía», dijo Sandra Bravo, que vive en la zona; «la paraba así, por la calle; le pedía documentos: adónde vas».
—La Justicia comprobó que tres amenazas telefónicas fueron hechas desde el Hospital Churruca, que es de la Policía Federal —recuerda Silvia Irigaray.
—No tuve miedo, creo que cuando te matan a un hijo sentís que no hay nada peor que eso —reflexiona, igualmente sobre los amedrentamientos, Elvira Torres.
Las protestas multitudinarias, todas pacíficas, que se sucedieron hasta la condena de Velaztiqui sumaron 22. Fueron lideradas por los familiares de los damnificados y varios testigos del drama. Con la participación de vecinos; funcionarios, como Gustavo Lesbegueris, defensor adjunto del Pueblo porteño; y representantes del sector civil, varios con prestigio en el extranjero: autoridades de Amnistía Internacional, el Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel y las Madres de Plaza de Mayo. También marcharon entidades barriales, incluidos el bochinche, los cantos y el color de la hinchada de All Boys, la banda La Gaucha, y las murgas Los Pecosos y Mala Yunta.
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—Me acuerdo de mi primer día como encargada; los chicos me vinieron a saludar y me dijeron que ellos se quedarían a cuidarme —se conmueve Sandra Bravo—; conocía muy bien a los pibes; eran clientes habituales; nunca se mostraron agresivos.
«Maxi jamás tuvo ninguna actitud que comprometiera la seguridad del lugar», confirmó Roberto Rochaix; «y Gómez tenía una excelente conducta; era muy, muy correcto».
Las pericias psicológicas y el resto de la evidencia redundan en que Velaztiqui disparó a sangre fría, dueño de sus actos, contra ciudadanos indefensos, que carecían de antecedentes violentos y que jamás lo provocaron de forma directa. La presencia hipotética del único hijo varón, asimismo policía federal, del triple homicida en la Plaza de Mayo en el instante en que Crónica TV registraba la golpiza contra Coronel podría representar un dato de contexto sensible, pero se diluye como argumento para explicar la carnicería ejecutada, paradójicamente, por quien debía cuidar a los clientes de la estación de servicio. En simultáneo, el asesinato del padre del convicto en Chaco, provincia natal de este, que entonces tenía 12 años, durante un intento de robo, parece un indicio biográfico atendible, pero desconectado de la masacre de Floresta y demasiado remoto.
En cambio, el hecho de que el fusilador cargó su pistola con balas de punta hueca tiene cierta contundencia: demostraría que el hombre salió de su casa de la localidad de Plátanos, partido bonaerense de Berazategui, decidido a matar. Además, la crueldad mecánica con que perpetró el aniquilamiento, arrastró los dos cadáveres hasta la vereda, plantó el cuchillo, utensilio ajeno a la estación de servicio, y denunció un supuesto intento de robo, permitiría ir algo más lejos; acaso suponer que repitió una práctica que en el pasado había urdido de manera reiterada y sistemática.
La foja de servicios de Velaztiqui dice que su trayectoria comenzó en 1965 y tuvo un paréntesis entre 1990 y 1993, cuando fue pasado a disponibilidad. Su marginación había sido progresiva y había empezado con dos procesamientos: el primero en 1981, por vejaciones y apremios ilegales contra simpatizantes del Club Atlético Nueva Chicago que celebraron un triunfo cantando la Marcha Peronista, y el segundo en 1982, por los menores de edad que estaban en ese grupo. En 1985 fue absuelto de ambas causas. No obstante, aunque hubiera sido sancionado, las acusaciones referidas pertenecen a un rango sobradamente menor que el exhibicionismo sanguinario que desplegó el 29 de diciembre de 2001.
Hay que viajar algo más hacia el pasado, hasta 1977, para encontrar la información más reveladora del expediente. Ese año, el homicida múltiple aprobó el Séptimo Curso de Instrucción Contrasubversiva de la Policía Federal, un adoctrinamiento obviamente destinado a quienes efectuaban la guerra sucia.
«Velaztiqui siempre hablaba de Videla y de Bussi», contó un vecino de Plátanos. «Decía que estuvo peleando contra la subversión en Tucumán, durante el Operativo Independencia», según otro lugareño. «Se jactaba de haber sido chofer de Videla y haber participado en el Operativo Independencia con Bussi en Tucumán», constató Diana Gagliano, periodista y destacada experta en el caso; «sus años de ascenso fueron los más duros de este país, lo cual sugiere que el hacía las cosas bien, entre comillas», adujo. «El accionar de Velaztiqui denotaba de algún modo», infirió Nenina Bouillet, de la Liga Argentina por los Derechos del Hombre, «aunque no lo pudiéramos comprobar en el primer momento, que había participado en la represión del terrorismo de Estado».
Fuentes
El autor ha conversado repetidamente con Elvira y Silvia. Además charló con Sandra Bravo. El resto de quienes integran la ACMdD hizo también aportes considerables.
El cronista ha coincidido asimismo de forma reiterada con otros actores clave. Angélica y Enrique Matassa. Omar, Pablo y Tomás: papá, hermano y sobrino de Maxi Tasca. El Chato, Graciela y Sonia: padre y hermanas de Cristian Gómez (las dos últimas se apellidan Roldán, pues son fruto de un primer matrimonio de Elvira). Bella, la madre de esta, y Celina y Marta, las hermanas. Betty, Cristina y Sofía, amigas de Silvia. La primera, Betty Ledesma, es una presencia cotidiana junto a la mamá de Maxi.
El testimonio de Silvia fue completado con su libro Huellas y con el volumen de Mercedes Calzado (cap. 5). Además, para la experiencia tanto de la mamá de Maxi Tasca como de Elvira fueron revisados los desarrollos de Alicia Irene Rebollar (caps. 2, 3 y 4), Marieke Denissen (caps. 4, 5, 6 y 8) y Cecilia de Vecchi (caps. 6 y 7).
El Protocolo de Actuación Policial para el Trasplante de Órganos en Muertes Traumáticas, propuesto por Silvia, fue creado mediante una norma del poder ejecutivo bonaerense (Resolución 493/2017).
—Cuando Maxi tenía 11 años, le pronosticaron 20 días de vida por un tumor en el cerebro —cuenta Silvia—; peregriné a Luján para pedir un milagro y una amiga le llevó una foto de mi hijo al padre Mario [Pantaleo], que profetizó su curación; un leve temblor en una mano fue la única secuela de la cirugía; por eso, en broma, mi hijo decía que nunca podría ser cirujano; qué increíble, justamente ahí, en la cabeza, fue el tiro de Velaztiqui.
El relato toma en cuenta la causa judicial (110135/2001) y la cobertura periodística (por ejemplo: Rodríguez, Carlos…, Página 12, 30/12/2001; Abiad, Pablo…, Clarín; «Bronca y…», Clarín). Otra fuente imprescindible es el documental Fusilados en Floresta (Ceballos, Diego…, Ancho Camino Films).
La identidad del cabo Daniel Coronel y su diagnóstico se encuentran en los diarios (Barbano, Rolando…, Clarín, y «Hubo doce…», La Nación).
La escena de la golpiza contra el cabo Coronel fue observada en el archivo de Crónica TV («Emisión en…») y se apoya en el resumen meteorológico («El tiempo», La Nación), que predice cielo claro a parcialmente nublado, viento este de hasta 25 km/h y una temperatura de entre 22 y 29 grados.
La lista de 38 civiles muertos por las fuerzas estatales en el transcurso de los días 19 y 20 de diciembre de 2001 es obra de la Correpi («¿Quiénes son…?», s/f).
Las frases de Maxi Tasca antes del horror y las de Sandra Bravo inmediatamente después fueron recordadas por esta. Además, hay detalles que aparecen en las noticias (Rodríguez, Carlos…, Página 12, 25/2/2003) y el documental cinematográfico de Diego Ceballos.
También en la prensa están las palabras de Enrique Sebastián Díaz (Piotto, Alba… Clarín).
Las expresiones de Velaztiqui en el instante previo a la masacre fueron reproducidas por Sandra durante el juicio (Rodríguez, Carlos. «Arma para…».
Algunos detalles sobre el arma manipulada por el asesino, el cuchillo y la foja de servicios (legajo personal 166.017) se encuentran asimismo en los diarios (Rodríguez, Carlos. «Arma para…», 24/2/2003; Piscetta, Juan… Infobae.com; «Una testigo…», Clarín).
La comunicación telefónica del asesino justo después del triple crimen fue recordada en el juicio por Pedro Díaz, empleado de una gomería cercana y uno de los testigos presenciales («Intento de…», Clarín).
Igualmente en las noticias están las explicaciones de Rochaix: sobre su colaboración para mover los cadáveres (Rodríguez, Carlos. «Un nuevo…», 11/1/2002) y respecto del comportamiento habitual de las víctimas (Rodríguez, Carlos «¿Por qué..? «, 25/2/2003).
Los golpes de la cabeza de Maxi contra los tres escalones son recordados por Sandra Bravo en el documental Fusilados en Floresta. En la misma fuente aparecen las citas de Angélica y Enrique Matassa.
Las amenazas contra familiares y testigos son narradas por los diarios (Messi, Virginia…, Clarín; Rodríguez, Carlos…, Página 12, 20/2/2002) y el documental cinematográfico de Diego Ceballos.
La virtual presencia del hijo de Velaztiqui en la Plaza de Mayo es comentada por la periodista Diana Gagliano (Cevallos, Diego…, Ancho Camino Films). El condenado tiene además tres hijas mujeres.
La mención de las balas de punta hueca se ajusta a la Ley Nacional 20.429/1973: «La munición de proyectil expansivo (con envoltura metálica sin punta y con núcleo de plomo hueco o deformable), de proyectil con cabeza chata, con deformaciones, ranuras o estrías capaces de producir heridas desgarrantes, es material de uso prohibido para toda otra actividad que no sea la de caza o tiro deportivo». Un antecedente extranjero es la normativa del Comité Internacional de la Cruz Roja (Declaración que prohíbe…).
Que Velaztiqui actuó a sangre fría, o sea con plena conciencia, fue confirmado por estos peritos forenses: Marta Castelli Perkins —psicóloga—, Alberto Donner —neurólogo—, Juan Carlos Romi, Humberto Velázquez y Martín Abarrategui —psiquiatras— (Rodríguez, Carlos. «Hoy es…», 24/2/2003).
El episodio de Velaztiqui con hinchas de Nueva Chicago está en los periódicos (Rodríguez, Carlos. «El asesino…», 11/1/2002), el libro de Llitosella (pp. 36 y 37), y los documentales de Ceballos y Dodero.
El asesinato de José Encarnación Velaztiqui, padre del autor de la masacre, aparece en las noticias (Rodríguez, Carlos. «Hoy es…», 24/2/2003).
Los vecinos de Plátanos que citan a Velaztiqui en virtuales contactos con Videla y Bussi hablaron con la prensa (Rodríguez, Carlos…, 6/1/2002). Las aserciones de Diana Gagliano y Nenina Bouillet están en el documental de Diego Ceballos.
Bibliografía
Libros
Calzado, Mercedes Celina. Inseguros: El rol de los medios y la respuesta política frente a la violencia de Blumberg a hoy. Aguilar, Buenos Aires, 2015.
De Vecchi, Cecilia. En tu nombre. Dunken, Buenos Aires, 2015.
Irigaray, Silvia. Huellas. Después de la muerte de un hijo. Planeta, Buenos Aires, 2017.
Llistosella, Jorge. La Marcha Peronista. Sudamericana, Buenos Aires, 2008.
Academia
Denissen, Marieke. Winning small battles, losing the war. Police violence, the Movimientodel Dolor and democracy in postauthoritarian Argentina. PhD thesis in Social Sciences. Utrecht University, The Nederlands, 2008.
Irigaray, Silvia. El triple crimen de Floresta. XXIX Curso Interdisciplinario en Derechos Humanos: Justicia y Seguridad, Derechos de las Víctimas y Función Policial. Instituto Interamericano de Derechos Humanos, San José de Costa Rica, 2011.
Rebollar, Alicia Irene. Mucho más que dolor y lazos de sangre. El activismo de las víctimas en la Asociación Madres del Dolor (tesis de licenciatura en Antropología Social, Universidad Nacional de San Martín). Dunken, Buenos Aires, 2019.
Documentos
Causa 110135/2001. Velaztiqui, Juan de Dios s/homicidio simple. Damnificado: Gómez, Cristian Alfredo y otros. Juzgado Nacional en los Criminal y Correccional 25. Tribunal Oral en lo Criminal y Correccional 13, CABA. Sentencia del 10/3/2003.
Comité Internacional de la Cruz Roja. Declaración que prohíbe el empleo de las balas que se hinchan y aplastan fácilmente en el cuerpo humano. La Haya, 29/7/1899. En Icrc.org.
Ley 20.429/1973. Armas y Explosivos. Anexo I, artículo 4°, inciso d (balas de punta hueca). República Argentina. Decreto reglamentario 395/1975.
Resolución 493/2017. Protocolo de Actuación para Fuerzas Policiales en Procesos de Ablación e Implante de Órganos y/o Tejidos Humanos. Ministerio de Seguridad. Provincia de Buenos Aires. Boletín Informativo 61, 11/6/2017.
Prensa
Abiad, Pablo. «Un policía retirado discutió con tres jóvenes y los mató». Clarín, Buenos Aires, 30/12/2001.
Barbano, Rolando. «Crónica de un ataque salvaje». Clarín, Buenos Aires, 30/12/2001.
«Bronca y dolor en el entierro de los jóvenes asesinados». Clarín, Buenos Aires, 31/12/2001.
Messi, Virginia. «Dice que la amenazaron desde el Hospital Churruca». Clarín, Buenos Aires, 24/7/2002.
«El tiempo». La Nación/Economía y Negocios, Buenos Aires, 29/12/2001.
«Hubo doce policías lesionados». La Nación, Buenos Aires, 30/12/2001.
«Intento de asalto. Gaona y Bahía Blanca. Maté a tres». Clarín, Buenos Aires, 26/2/2003.
Piotto, Alba. «Ahora no tengo miedo, tengo bronca porque los mató por nada». Clarín, Buenos Aires, 20/2/2002.
Piscetta, Juan. «Masacre de Floresta: a 17 años del triple crimen que marcó un barrio a fuego». Infobae.com, Buenos Aires, 29/12/2018.
«¿Quiénes son los muertos de 2001?» Coordinadora Contra la Represión Policial e Institucional (Correpi). En Archivodecasos.com.ar, Buenos Aires, s/f.
Rodríguez, Carlos. «Amenaza policial». Página 12, Buenos Aires, 20/2/2002.
——————. «Arma para un torturador retirado». Página 12, Buenos Aires, 24/2/2003.
——————. «El asesino era el famoso ‘trotador'». Página 12, Buenos Aires, 11/1/2002.
——————. «Hoy es el juicio por los chicos de Floresta». Página 12, Buenos Aires, 24/2/2003.
——————. «Ni Dios amansó al sargento». Página 12, Buenos Aires, 6/1/2002.
——————. «¿Por qué me mataste a los chicos?» Página 12, Buenos Aires, 25/2/2003.
——————. «Un custodio mató a tres chicos por festejar» Página 12, Buenos Aires, 30/12/2001.
——————. «Un nuevo testigo del crimen». Página 12, Buenos Aires, 11/1/2002.
«Una testigo recuerda cada detalle del crimen». Clarín, Buenos Aires, 20/2/2002.
Audiovisual
Ceballos, Diego. Fusilados en Floresta. Ancho Camino Films, Buenos Aires, 2006.
Dodero, Gabriel ¡Al trote! EGD Producciones/INCAA, Buenos Aires, 2012.
«Emisión en vivo desde la Plaza de Mayo». Crónica TV, Buenos Aires, 29/12/2001.
Internet
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Wikipedia.org/Masacre de Floresta
Poema
¿Qué hará María? En la tierra / ya no se arraiga su vida / ¿Dónde irá? Su pecho encierra / tan honda y vivaz herida, / tanta congoja y pasión, / que para ella es infecundo / todo consuelo del mundo, / burla horrible su contento; / su compasión un tormento; / su sonrisa una irrisión.
Estos versos del poema La cautiva, de Esteban Echeverría, rinden homenaje a todas las mujeres que padecen la violencia ejercida sobre ellas y los suyos. Las heroínas de la presente crónica fueron ciudadanas, trabajadoras y amas de casa anónimas, hasta que la tragedia les asignó un bautismo inesperado: Madres del Dolor.
Citas y signos
La forma de reproducir los dichos de otros suele cambiar con los autores, los géneros y las tradiciones. Por eso, quizás sea útil explicitar el criterio aplicado en esta narración, que involucra dos signos ortográficos:
- El guión de diálogo o raya (—): Acompaña las declaraciones recogidas personalmente; esto quiere decir, producto del contacto del autor (también podría ser un colaborador suyo) con alguien; sea cara a cara o mediante algún sistema de comunicación, como por ejemplo el teléfono o internet. Estas citas son directas cuando refieren palabras del propio entrevistado e indirectas cuando reproducen los dichos de alguien contados por un tercero. Una función alternativa de la raya en la presente crónica es encerrar conceptos u oraciones aclaratorios.
- La comilla («): Se ha aplicado en las alocuciones extraídas de distintos registros materiales. La bibliografía anexa propone estas categorías: libros, academia, documentos, prensa, internet y audiovisual. Es el único cometido de la comilla en la historia.