¿Qué hará María?

¿Qué hará María? (episodio 13)

Las heroínas de esta crónica fueron mujeres, ciudadanas, trabajadoras y amas de casa anónimas, hasta que la tragedia les asignó un bautismo inesperado: Madres del Dolor.

Por Lucio Casarini (cronista) y Daniela Díaz Arz (ilustradora)

El uuuuuuu grave de la bocina del tren eléctrico, que muge con una frecuencia de ocho minutos, cada vez que la línea Bartolomé Mitre transita la zona, en su obstinado ida y vuelta entre las estaciones terminales de Retiro, al sur, y Tigre, al norte. El tatac-tatac-tatac del acero de las ruedas de los vagones sobre el acero del riel. La caída del sol, ocurrida algo más de media hora antes, a las 18.23. La arboleda frondosa, que después de años sin poda tapaba la escasa iluminación pública. El abandono en que se encontraban la senda peatonal y el terraplén ferroviario, cubiertos de pastos altos y residuos desperdigados. La ausencia policial, casi absoluta en ese rincón relativamente escondido y frecuentado a la noche por personas sin techo o enredadas en la prostitución y la droga. Pero sobre todo la indiferencia de los vecinos, paralizados ante la violencia recargada que parecía estremecer la ciudad. Estos son los principales cómplices conocidos de la muerte de Lucila Celeste Yaconis, que el 21 de abril de 2003, a diez días de cumplir 17 años, fue asesinada junto a las vías y a 70 metros de su casa.

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Lucila en su fiesta de 15.

Esa mañana, poco antes del amanecer otoñal, que ocurrirá a las 7.21, Luli, así llamaban a la piba, y su mamá, Isabel, habían salido juntas, como cotidianamente, de su casa de una planta. Al cruzar la puerta, pisaron el pasto que cubre la vereda, húmedo de rocío, respiraron el aire puro y pestañearon encandiladas por el resplandor del cielo, que se expandía áureo en el horizonte, luego naranja y de pronto inmensamente celeste con un archipiélago de nubes rosadas. Autos, árboles y edificios continuaban, como espectros sombríos, bajo el influjo de la noche agonizante.

La vivienda mira hacia el este y ocupa una de las esquinas del pentágono irregular que plasman el trazado férreo y las calles Vilela, 3 de Febrero, Comodoro Martín Rivadavia, que es una diagonal, y Paroissien. El domicilio está en la ochava de Vilela y 3 de Febrero. Paroissien es perpendicular a las vías y las cruza convertida en atajo para caminantes. Seis escalones de cemento suben hasta el nivel de los rieles, elevados un metro y medio; pasarelas con forma de s guían a los transeúntes a uno y otro lado; estas tienen barandas de caño pintadas alternativamente de blanco y rojo; seis escalones idénticos a los anteriores descienden a continuación.

Desde su hogar, madre e hija rodearon el pentágono con rumbo oeste por Rivadavia y Paroissien, traspasaron las vías y luego transitaron una cuadra por Paroissien, otra sobre O’Higgins, otra por Rivadavia, que reaparece en ese sitio, una más sobre Arcos y la última por Crisólogo Larralde. En la intersección de esta y la calle Cuba, Isabel se despidió con un beso para dirigirse hacia su empleo y Lucila, ahora unida a otros adolescentes que hacían el mismo periplo, se lanzó a recorrer siete cuadras adicionales en sentido sur hasta el Instituto General San Martín, donde a las 7.30, formada en fila con sus compañeros de quinto año, presenciará el izamiento de la bandera.

La casa de la familia Yaconis, Vilela y Tres de Febrero, barrio de Núñez (Google Maps).

Cruce peatonal de Paroissien y el Ferrocarril Mitre, barrio de Núñez (Google Maps).

En el trayecto hacia el colegio, las pisadas de goma de los zapatos negros acordonados de Luli habrán crujido sobre las hojas secas y amarillas de plátanos, algarrobos y lapachos que en otoño tapizan esas veredas del barrio porteño de Núñez. Su figura femenina exhibía mediana estatura, piernas delgadas, abundante cabello negro y lacio atado en una colita, 46 kilos de muñeca y modales de cisne. Cargaba la mochila en la espalda y vestía el uniforme escolar: jumper gris con el ruedo hasta las rodillas, que ella usaba con un pantaloncito corto debajo; medias tres cuartos y chomba del mismo color; y buzo azul marino. La remera tenía vivos también azules y el suéter, el escudo sobre el corazón con las siglas IGSM blancas en línea vertical. Probablemente, llevaba las manos en los bolsillos del abrigo y el cierre hasta el cuello, pues estaba fresco.

Mientras respiraba la brisa que soplaba del norte y tal vez contemplaba las nubes desparramadas en el firmamento, su mente soñadora quizás sobrevoló los proyectos que por entonces la ilusionaban: el viaje de egresados escolar que haría a fin de año a Bariloche, los ensayos de su conjunto de teatro juvenil o las melodías del coro comunitario, en el que era el retoño más joven. Inspirada en el trinar mañanero de gorriones, palomas, torcazas y zorzales, su voz adolescente pudo tararear alguna de las tonadas populares del conjunto vocal; u otras; por ejemplo, las baladas y rocanroles que escuchaba con embeleso cada tarde en boca de los participantes de Escalera a la Fama, el reality show televisivo que buscaba nuevas estrellas de la canción.

«Si yo miro el fondo de tus ojos tiernos / se me borra el mundo con todo su infierno / se me borra el mundo y descubro el cielo / cuando me zambullo en tus ojos tiernos», comienza el tema de Víctor Heredia que Lucila había memorizado en el coro; «ojos de cielo, ojos de cielo / no me abandones en pleno vuelo / ojos de cielo, ojos de cielo / toda mi vida por ese sueño».

Simultáneamente, la joven tal vez recordó alguna hazaña compartida con sus amigas; las del colegio: Silvina, Belén y Yamila; o las de la cuadra: Micaela, Fernanda y Mariel, con quienes formaba el autodenominado trío las Vilelas, apodo simpático y pretencioso que hacía honor a la calle que había visto crecer generaciones sobre sus veredas de gramilla. Quizás, en un momento, ante la visión de algún que otro vecino o vecina de paseo matinal con el perro, Luli recordó, sobresaltada, que esa misma tarde debía terminar la composición escolar para el Día del Animal, que se celebrará el 29 de abril. La empresa, de todas formas, suponía un desafío menor para la adolescente.

—A Lucila le gustaba escribir y lo hacía muy bien, tenía facilidad para la gramática —dice Isabel Brito de Yaconis, nombre completo de la mamá, cofundadora de la Asociación Civil Madres del Dolor—; realmente tenía un don innato para expresarse, era muy suelta para hablar, quería estar en todos los actos del colegio.

La mujer, de pelo lacio castaño recortado a la altura de los hombros, mueve con vivacidad los ojos pardos y dialoga con su habitual fluidez, la misma que heredó la hija, al tiempo que sirve un par de vasos de gaseosa sentada en la mesa de madera del comedor cocina.

—Una vez, en un trabajo escolar, con Lucila nos preguntábamos por qué si en el mundo hay tantos que dicen querer la paz son pocos los que luchan por ella; Luli tenía un arrastre tremendo con los niños y los ancianos; le horrorizaba el dolor del otro, por eso los amaba y protegía; con frecuencia jugaba con los más chiquitos del vecindario y, acompañada por otros jóvenes, solía visitar a los viejitos que vivían en un geriátrico.

En tanto que el barrio despertaba y la muchacha se dirigía hacia el colegio, el día comenzaba también para el resto de la familia Yaconis. José, el papá, había salido a las cinco hacia su empleo en un taller de torneado de madera. Isabel, que se desempeñaba como administrativa, iniciaría su jornada por la mañana en una mueblería y la continuará por la tarde en un estudio contable. Analía, la única hermana de la adolescente, de 22 años, sería la encargada de cerrar la casa vacía para después dirigirse hacia su trabajo asimismo como oficinista. En aquel entorno de esfuerzo cotidiano, la tesonera Luli también hacía su aporte: a menudo ganaba unos pesos vendiendo café en la puerta de la cercana Escuela 7, en la que su tío y su abuela maternos eran caseros, con el objetivo de completar la media beca que tenía en el Instituto General San Martín.

José fue cortador de calzado de la firma Raitonsuel hasta 1989, cuando las consecuencias de la hiperinflación lo obligaron a rebuscarse con changas. En ese contexto, su esposa se vio expulsada de la vida de ama de casa de tiempo completo hacia un empleo con el que acrecentar los disminuidos ingresos familiares. Doña Herminia, la abuela materna, fue un apoyo capital desde entonces, porque cuidaba a las dos hijas, de ocho y tres años, mientras el matrimonio trabajaba.

—¿Cuando uno se muere vuelve a tener la misma mamá? —le preguntó Luli a los cuatro años a su progenitora, tal vez resignada ante la nueva circunstancia.

A mediados de la década de 1990, la apacible geografía del barrio inició una fastuosa metamorfosis. El proyecto inmobiliario Altos de Núñez hizo emerger imponentes torres de cristal alrededor de las cuales se multiplicaron palacetes, garitas de seguridad, restaurantes, bares temáticos y comercios de lo más diversos. Frente a aquel prodigio arquitectónico, los Yaconis se sintieron asombrados y ajenos. Sobre todo en 1999, cuando un incendio provocado por un accidente doméstico destruyó media casa. La vida les dio revancha poco después. En 2001, repuestos del infortunio, se dieron el gusto de celebrar con una sencilla fiesta los 15 años de Lucila.

Analía y Lucila en la fiesta de 15 de esta.

En el armario del comedor cocina hay una foto de esta y Analía durante esa celebración. Ambas tienen ojos castaños, mirada angelical, hombros a la vista, y pelo color café oscuro, lacio y recogido. Luli lleva vestido blanco hasta el piso, de princesa de cuento de hadas, con tules y bordados. Su mano izquierda sostiene una rosa blanca. La hermana luce vestido negro. El perfil de Lucila, de cejas resueltas y cabello abundante que nace en v sobre su frente, la asemejan a José. La cara oval y las cejas leves de Analía parecen las de Isabel.

La suspicacia de los Yaconis frente a la transformación inmobiliaria de Núñez se debía principalmente a que había traído crímenes que hasta entonces ellos habían visto exclusivamente en las noticias, como robos a mano armada y secuestros extorsivos. El monstruo de la violencia pareció adueñarse definitivamente de la zona el 12 de julio de 2002, cuando Juan Manuel Canillas fue raptado a siete cuadras de la casa de Lucila y asesinado un kilómetro y medio más lejos. Los Yaconis, absortos en su trajín laboral, contemplaron azorados en la televisión las repercusiones del caso y el reclamo de justicia de la familia de la víctima.

—Mamá, ¿es tan difícil, tan pocos llegan? —le preguntó Lucila a Isabel, mientras esta cocinaba, durante los preparativos de la Navidad de 2002. La adolescente fantaseaba acerca de su futuro, su vocación; deseaba ser cantante y actriz; por eso integraba el coro comunitario y el grupo juvenil de teatro del Centro de Gestión y Participación 13, situado a metros del colegio.

—Ella soñaba con participar en concursos, hacía teatro y le apasionaba cantar, tenía una voz preciosa —recuerda la madre—; lo que más extraño es su voz, cómo cantaba, no quiero olvidar la voz de Lucila.

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Lucila con el uniforme escolar.

El mediodía del 21 de abril de 2003, terminada la jornada escolar, la hija menor de Isabel salió del colegio, ubicado en la calle Iberá, a metros de la avenida Cabildo, y caminó cinco cuadras por esta arteria, desandando un trecho su travesía de la mañana. Así llegó hasta lo de doña Herminia, en la Escuela 7, que la esperaba para almorzar. Las tardes de Luli transcurrían en esa casa, donde podía hacer las tareas escolares o llegar sin demoras ni riesgos a sitios estratégicos: entre otros, el CGP 13, para los ensayos de coro y teatro, o un locutorio cercano, para chatear por internet con sus amigas. Antes del crepúsculo, la madre la pasaba a buscar para ir juntas a pie de regreso hasta su hogar.

—Ese día, Lucila cerró un archivo de la computadora de mi hermano a las 17.45 y salió, todavía con luz, a las 18.40 —recuerda Isabel. El documento en cuestión, en el que la piba había ocupado la tarde, era la composición pendiente sobre el día del animal. La circunstancia inesperada que hizo que esa vez, de manera excepcional, la hija emprendiera la vuelta en soledad fue un trámite urgente en el estudio contable en el que Isabel hacía el turno vespertino. La madre pasó por lo de doña Herminia, se despidió por última vez en su vida de Luli y partió a hacer el recado. Existía la opción de que esta esperara a su progenitora. Pero la adolescente insistió en adelantarse para ver Escalera a la Fama, que empezaba a las 19, en la comodidad de su hogar y emprendió las ocho cuadras de recorrido. Serían las 18.50 cuando una vecina se saludó con ella, que pasaba por Rivadavia y O’Higgins.

—Hasta ahí nadie la seguía —según la mujer.

La doncella iba con el pelo atado en una colita, la mochila, el jumper, la remera y las medias tres cuartos grises, y el buzo azul bamboleando anudado alrededor de la cintura. Sobre el cielo celeste todavía luminoso se esparcían algunas nubes blanquecinas. Un instante después, otra testigo, una empleada doméstica de nacionalidad paraguaya que trabajaba en una torre, vio a la muchacha transitando por O’Higgins.

—Pobre chica, ahora la va a asaltar a ella —pensó la mucama, que acababa de apurar el paso para alejarse de un muchacho parado en O’Higgins y Paroissien. Asustada, había juzgado al sujeto escondido en las sombras del atardecer buscando una presa al azar.

La descripción de la criada, que la Policía aplicará en el único identikit del sumario, refiere un varón de alrededor de 20 años, 1.70 metros de estatura, delgado y de piernas muy flacas, con pantalones chupines, esos que quedan ajustados a las piernas, camisa blanca y pelo ondulado, pero bien peinado. La mujer podría haberle advertido de alguna forma a Lucila que estaba en peligro: quizás haberle chistado o gritado; haberse acercado por detrás con actitud vigilante para protegerla o escoltarla; o haber buscado ayuda: tal vez golpeado una puerta o hecho señas a un transeúnte o automovilista. Al cabo de segundos, Luli pasó veloz y distraída delante del individuo, que dio media vuelta y empezó a seguirla. Serían las 19 cuando un tercer espectador oyó el frágil pedido de auxilio de una voz joven y femenina:

—¡Dejame, soltame!

El nuevo testigo era Julio César López, técnico de AMSA, taller de reparación de ascensores que queda en la misma manzana con forma de pentágono irregular que la vivienda de los Yaconis, linda con las vías y tiene acceso sobre Vilela. López percibió la queja a través de unos ventanales que miran hacia el tren. Acostumbrado a la presencia de personas involucradas en la prostitución y las adicciones que usaban aquel sitio como parada —allí mismo quedaban tirados preservativos y otros desperdicios—, solía quitar importancia a los chillidos y escandaletes que en general, de todas formas, se producían más entrada la noche. A pesar de esos atenuantes, la desesperación de aquella voz lo alarmó.

—¿Qué pasa, che, qué son esos gritos? —inquirió el hombre, asomándose por el alambrado de un metro y medio de altura, sostenido con postes de madera y abrazado de hierbas silvestres, a modo de enredaderas, que convertía Vilela en un callejón sin salida. En la penumbra creciente, el testigo divisó a 20 metros una pareja que se revolcaba en el pasto. López hubiera podido traspasar el tejido de alambre fácilmente porque la división tenía abierto un hueco, por el que cabía una persona, cerca de donde él estaba.

—Tranquilo, jefe, no pasa nada, estoy con mi novia —se incorporó nervioso el dueño de una de las dos estampas. «Era un joven de mediana estatura y hablar bien porteño», revelará el empleado de AMSA. El fulano se mantuvo en una posición que impedía al autor de la pregunta distinguir sus rasgos. López habrá creído que la intervención alcanzaba para evitar cualquier desgracia. Entonces, tal vez con la esperanza de que su ausencia decidiera a la pareja a alejarse, fue a comprar comida en los alrededores. Minutos después, de regreso, volvió a asomarse y adivinó sobre los yuyos un bulto solitario, inmóvil y envuelto en un silencio fantasmal. Nuevamente, aunque hubiera podido traspasar el tejido metálico, permaneció del otro lado; luego apuró dos cuadras y media hasta la Avenida del Libertador para alertar al policía más próximo.

José y Analía, de regreso de sus empleos, escucharon el timbre. Parada en la ochava de Vilela y Tres de Febrero había a una mujer con la mochila de Lucila en las manos y el pánico en el rostro. Era una transeúnte que se había topado con el bolso abandonado en la senda peatonal de Paroissien y las vías. En el interior había una inscripción con el nombre y el domicilio de la adolescente, una billetera con 15 pesos y útiles escolares. Padre e hija aceptaron el recado como un mensaje infausto del destino y, espantados, llamaron por teléfono a Isabel y las autoridades para avisar que la menor de la familia había desaparecido. Serían las 19.30 cuando la sirena de un patrullero puso en alerta a los vecinos. «Policía Federal – No pasar», repetían en negro sobre amarillo las cintas perimetrales plásticas puestas alrededor del escenario.

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El escenario. Línea blanca: recorrido de Lucila, seguida por el asesino; el último tramo recto este la llevó a rastras. Marca 1: lugar del crimen. Marca 2: casa de la familia Yaconis (Google Maps).

La escena del crimen (Página 12).

El Ferrocarril Bartolomé Mitre.

A un par de metros del cruce a pie había quedado, sobre el pasto del terraplén, el zapato derecho de Lucila. Centímetros más allá se encontraba el buzo azul del colegio. Cerca del zanjón contiguo al alambrado, a medio centenar de metros, yacía el contorno que había visto Julio César López. Era el cuerpo sin vida de la hija menor de Isabel y José, que tenía la ropa forzada, el pelo revuelto y otros signos de una batalla salvaje y desigual.

—Lucila murió luchando —dice la madre.

Había sangre de la adolescente sobre el jumper y en una piedra hallada a poca distancia. Su rostro presentaba dos hematomas, uno junto al ojo derecho y otro sobre la boca. La planta de la media derecha, la del pie descalzo, estaba manchada de clorofila con una intensidad que revela pasos enérgicos sobre la hierba.

—El atacante le había sacado su ropa interior y había semen sobre el uniforme —detalla Isabel—; pero no había daño en su integridad sexual, estaba intacta.

La bombacha y el pantalón corto de la víctima quedaron sujetos solo de su pierna derecha. La presencia de la billetera en la mochila confirma el objetivo del agresor, que golpeó a su oponente y la sofocó con la mano izquierda, tapándole la nariz y la boca, mientras con la otra intentaba desnudarla. Tomando en cuenta el esfuerzo de la defensa desesperada pero eficaz que llevó a cabo, la chica se ahogó cuando sus pulmones dejaron de recibir oxígeno. El tímido sondeo de López habrá evitado la violación, pero fue insuficiente para salvarle la vida.

Isabel en la escena del crimen (La Nación).

—El asesino sabía que esta calle no tiene salida —dice José Yaconis, sentado junto a Isabel en la mesa del comedor cocina—, un violador conoce dónde se mueve —sigue el hombre de hablar pausado, ojos castaños, mirada perspicaz, contextura mediana y cabellera tupida de reflejos grises—; da la impresión de que el criminal es un desconocido, un oportunista que atacó al voleo.

—Siempre volvíamos juntas —reflexiona Isabel—; además, no teníamos una rutina, nadie sabía el camino que hacíamos; podíamos venir de cualquier sitio —agrega la madre—; ¿por qué tanta saña? Lucila fue golpeada, arrastrada y murió por asfixia.

El consumo de alguna sustancia estimulante pudo aumentar el ímpetu del victimario. El alcohol y ciertos estupefacientes generan entre otras secuelas agresividad y agitación.

—Cuando vimos que había un ADN pensé: ya está, lo vamos a encontrar —recuerda Isabel—, va a pagar por lo que hizo, no va a lastimar a nadie más.

Sin embargo, desde entonces dio negativo cerca de un centenar de sospechosos cuyas muestras fueron comparadas con los restos dejados por el homicida.

—Parece un crimen perfecto —continúa la mamá—; aunque una vez escuché que no hay delitos impecables, sino investigaciones defectuosas; faltaron recursos para indagar a fondo; fue tan escueto el rastreo; primero interrogaron a mi familia, después a los compañeros del colegio y luego a los amigos; deambulé las calles con ellos buscando pistas todos los días desde las seis de la mañana, pero los que exploraban no sabían bien dónde estaban parados.

—En Núñez hubo un pacto y lo hay de silencio —denuncia José—; hay gente que sabe y que no habla por miedo o por complicidad; quienes comerciaban sexo y droga en el lugar son testigos fundamentales que permanecen en el anonimato y deberían declarar.

—¿Por qué cuando fui a la fiscalía me enteré de tantos casos de chicas violadas en esta zona? —plantea la esposa—; ¿por qué yo no lo sabía?; cuando me senté con el fiscal, tenía carpetas de causas y causas; había legajos hasta el techo; eran ataques ocurridos alrededor de la estación Núñez; los autores nunca aparecieron.

Isabel y José con una de sus nietas en la Plaza Lucila Yaconis, inaugurada en 2019.

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El sensacional desborde burocrático que la mamá de Luli descubrió en el despacho de Saavedra-Núñez es un fenómeno tan deplorable como frecuente. Un caso paradigmático es otra fiscalía porteña, la de Nueva Pompeya-Parque Patricios, sometida a examen estadístico. Del medio millar de investigaciones barajado allí en 2010, menos del 10 por ciento correspondía a crímenes recientes y menos del 30 por ciento alcanzó un veredicto.

«En el mes de febrero, Isabel, mamá de Lucila, recibió una llamada de una persona que trabaja en la División de Huellas de la Policía Federal», denunció la Asociación Civil Madres del Dolor en 2014. «Le dijo que había recibido la orden de tirar a la basura las causas que ya tenían diez años. Entre ellas estaba la de su hija. No entendemos por qué se decidió esto, ya que el sumario sigue abierto. Esta persona vio que en el expediente de Lucila había una huella identificada pero que nadie se preocupó por investigar. Estuvo guardada (o tirada) once años. Esta empleada se comunicó con la familia Yaconis y su abogado, el doctor [Claudio] Mazaira ¿Una huella que nadie investigó por once años? Fue enviada al juzgado. Se tardó casi cuatro meses y los primeros días del mes de junio se procedió a citar a la persona para cotejar su perfil genético con el que se conserva del NN autor del crimen. Es un policía que levantó la mochila de Lucila, policía que nunca se puso guantes para tocar a las pruebas que quedaban en el lugar. El resultado del cotejo dio negativo. Desidia, ineficiencia, indiferencia. Una huella guardada once años sin investigar. Se estaba por tirar a la basura y le pertenecía a un policía que nunca supo cómo ser profesional.»

«Lo peor es que en la causa se dice en varias fojas que no se encontró ningún elemento o huella concerniente», dijo Claudio Mazaira. «Una cosa es que, en el afán de ayudar, alguien sin guantes actúe levantando un cuaderno. Pero se hubiera hecho el acta en el momento. No se entiende por qué el supuesto encubrimiento, por qué durante casi once años eso estaba en un archivo de la División Rastros, por donde pasaron muchos jefes policiales, y nunca se llevo al juzgado. Está claro que este policía no tuvo que ver con el atacante de Lucila. Pero acá hubo una grave deficiencia por parte de la Policía. No entendemos por qué este encubrimiento durante todos estos años.»

El Programa Nacional de Lucha contra la Impunidad ha calculado que la mayoría de los asesinatos de la Argentina queda sin resolver por negligencia en la pesquisa. En 2008, por ejemplo, sobre 2.305 homicidios intencionales, se registraron 1.094 sentencias condenatorias. Prácticamente todos los casos sin castigo evidenciaron errores de los peritos.

Fuentes

Los diálogos del autor con Isabel y José, y con su abogado Claudio Mazaira han sido múltiples. Igualmente esencial es el testimonio de los demás integrantes de la Asociación Civil Madres del Dolor.

El cronista ha coincidido además repetidamente con Analía, la hermana de Lucila, y Matías, el esposo de esta, que tienen dos hijas. El investigador conoció también a Silvina, una de las amigas del colegio de Luli, que trabajó como secretaria de la ACMdD. Igualmente, a otro integrante de la familia, Skay, un perro mediano sin raza definida de pelaje marrón y hocico negro que partió de este mundo hace algunas temporadas. El nombre del animal fue elegido por Matías en honor a un rockero, el guitarrista de los Redonditos de Ricota, que se llama así.

Las precisiones generales sobre el drama provienen de la causa judicial (Intento de violación…), el legajo de la fiscalía (Caso Lucila Yaconis…), la cobertura de la prensa, la observación presencial y el resumen meteorológico («El tiempo», La Nación, 21/4/2003), que predice que el sol saldría a las 7.21 y se pondría a las 18.23, y anticipa brisa del norte, pocas nubes altas y temperatura máxima de 23 grados.

Los escritos de Alicia Irene Rebollar (cap. 2), Cecilia de Vecchi (cap. 2), María Elena Ripetta y otros (cap. 5), y Alejandro Gorenstein (cap. 11) ayudaron para la organización general de la historia.

El párrafo inicial menciona «la violencia recargada que parecía estremecer la ciudad» tomando en cuenta la opinión de ese año del antropólogo Alejandro Isla: «En ciudades como San Pablo, Río de Janeiro o México, el delito es muchísimo más alto en términos reales, pero la sensación de inseguridad es más baja que en la Argentina» (Thwaites Rey, Mabel…,Clarín).

La prensa confirma asimismo que el tren pasaba «cada ocho minutos» (Selser, Claudia…, Clarín) y que allí se ofrecía sexo y droga. Habla de «travestis y prostitutas que aprovechan la oscuridad de la cuadra para convertirla por la noche en un albergue transitorio a cielo abierto» (Paikin, Damián…, Página 12) y de «drogadictos y hombres que buscan tener relaciones sexuales con travestis» (García Terán, Marta…, La Nación). El detalle de los preservativos tirados en el escenario está igualmente en las noticias (Sassone, Martín…, 23/4/2003).

La descripción de varios detalles del día de la tragedia, como el aspecto del paisaje durante el amanecer o las hojas caídas de los árboles, por mencionar dos, se apoya en el testimonio de los protagonistas y la observación posterior de los mismos sucesos.

La canción Ojos de cielo es recordada por Isabel entre las preferidas de Luli, que solía tararearla.

La mamá de la damnificada es principal detective del caso, como ocurre con otras Madres del Dolor y muchos familiares de víctimas. El relato de la empleada doméstica paraguaya fue obtenido por ella cuando recorría el barrio buscando testigos.

Algunas notas periodísticas adicionales que ayudaron son las que siguen: «Aporte de…», Clarín; Durán, Constanza…, Clarín; «El día…», Clarín; «No hay…», Clarín; Sassone, Martín…, Clarín, 21/9/2003; «Buscaron testigos…», La Nación; «Excelente alumna», Página 12; «Despiden los…», La Nación; Rodríguez, Fernando…, La Nación; «Vecinos aportaron…», La Nación.

«Es una persona incapaz de sentir piedad por el sufrimiento ajeno y, aún más, lo disfruta», dijo Miguel Ángel Maldonado, perito psiquiatra, sobre el agresor sexual (Blardone, Soledad…, Infobae.com). «Disfrutan el sometimiento, la humillación y el dolor de la víctima mucho más que el acto sexual en sí, que resulta ser una consecuencia de todo lo demás. Actúan como cazadores y depredadores. Buscan una presa y cuando la encuentran la acechan y la inmovilizan a través del miedo o de medios físicos. Suelen llevarla a lugares que se denominan áreas de confort, que el violador conoce muy bien y que es de su fácil acceso. En general, lo hacen una vez, le toman el gusto y comienzan a repetir ese delito.»

«Es una Policía que está ausente de motivación y abarrotada de hechos», dijo Jose María Campagnoli, primer fiscal del caso de Lucila, hablando de la Federal (Di Nicola, Gabriel…, La Nación Revista). «Nunca vamos a ver una causa de corrupción que se inicie en la Policía. Si quiero investigar corrupción ahí, ¿cómo hago? Los fiscales deberíamos contar con una Policía judicial, que tenga un director independiente, civil en lo posible. Si tenés una Policía que depende del Ejecutivo y éste va a bajar línea sobre los casos que se van a investigar y los que no, y vos como fiscal independiente de ese poder querés hacer una investigación que puede llegar a comprometer a alguien, no vas a poder… Entonces, ¿con quién lo hacés? ¿Con los Power Rangers [héroes de ficción]? Es la realidad, es lo obvio. Difícilmente el Estado se investigue a sí mismo».

La orden de tirar la causa a la basura y la huella dactilar encontrada en la mochila de Lucila, más las palabras de Claudio Mazaira, fueron difundidas por la ACMdD («A once…», Madresdeldolor.org.ar).

La estadística de la fiscalía Nueva Pompeya-Parque Patricios y el Programa Nacional de Lucha contra la Impunidad es también noticia (Dima, Sergio… Clarín).

Bibliografía

Libros

De Vecchi, Cecilia. En tu nombre. Dunken, Buenos Aires, 2015.

Gorenstein, Alejandro. Resiliencia. Vidas que enseñan. Del Nuevo Extremo, Buenos Aires, 2012.

Ripetta, María Elena, y otros. Ángeles. Mujeres jóvenes víctima de la violencia. Del Empedrado, Buenos Aires, 2014.

Academia

Rebollar, Alicia Irene. Mucho más que dolor y lazos de sangre. El activismo de las víctimas en la Asociación Madres del Dolor (tesis de licenciatura en Antropología Social, Universidad Nacional de San Martín). Dunken, Buenos Aires, 2019.

Santamaría, Rosana ¡Justicia a la Justicia! Estudio etnográfico sobre los reclamos de justicia de la Asociación Civil Madres del Dolor. Tesis de Maestría en Antropología Social. Universidad Nacional de San Martín, Argentina, 2014.

Trincheri, Marcela Inés. Las concepciones de derechos humanos que subyacen en las praxis de las organizaciones de familiares de víctimas de la violencia institucional surgidas en democracia. Tesis de Maestría en Derechos Humanos. Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales. Universidad Nacional de La Plata, Argentina, 2013.

Documentos

Caso Lucila Yaconis. Legajo de actuaciones complementarias 16.683/2003. Fiscalía de Saavedra. Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Intento de violación seguido de muerte: autor NN. Causa 24.096/2003. Juzgado Criminal y Correccional 15, Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Prensa

«A once años del crimen de Lucila Yaconis, que sigue impune». Madresdeldolor.org.ar, Buenos Aires, 3/9/2014.

«Aporte de diez vecinos para aclarar el caso». Clarín, Buenos Aires, 27/4/2003.

Blardone, Soledad. «¿Qué pasa por la mente de un violador?». Infobae.com, Buenos Aires, 27/10/2012.

«Buscaron testigos casa por casa». La Nación, Buenos Aires, 25/4/2003.

«Despiden los restos de la joven asesinada en Núñez». La Nación, Buenos Aires, 23/4/2003.

Di Nicola, Gabriel, y Pizarro, Emilse. «Los detectives de la Justicia». La Nación Revista, Buenos Aires, 12/7/2009.

Dima, Sergio. «Crímenes impunes». Clarín, Buenos Aires, 12/12/2010.

Durán, Constanza. «Era una buena alumna y estaba organizando el viaje de egresados». Clarín, Buenos Aires, 23/4/2003.

«El día que todo cambió». Clarín, Buenos Aires, 8/8/2003.

«El tiempo». La Nación/Economía y Negocios, Buenos Aires,21/4/2003.

«Excelente alumna». Página 12, Buenos Aires, 23/4/2003.

García Terán, Marta. «Atacan y asesinan a una estudiante de 16 años en Núñez». La Nación, Buenos Aires, 23/4/2003.

«No hay pistas para dar con el asesino de la chica de Núñez». Clarín, Buenos Aires, 24/4/2003.

Paikin, Damián. «Morir a la hora del regreso a casa». Página 12, Buenos Aires, 23/4/2003.

Rodríguez, Fernando. «Buscan al homicida de Lucila Yaconis en el bajo mundo de Núñez». La Nación, Buenos Aires, 26/4/2003.

Sassone, Martín. «Aún tengo esperanzas de que encuentren al asesino de mi hija». Clarín, Buenos Aires, 21/9/2003.

——————. «Matan en las vías del tren a una chica de 16 años que se resistió a ser violada». Clarín, Buenos Aires, 23/4/2003.

Selser, Claudia. «Una chica soñadora que quería ser estrella de TV». Clarín, Buenos Aires, 27/3/2003.

Thwaites Rey, Mabel. «‘La sensación de inseguridad es más alta que la tasa de delito'». Clarín/Zona, Buenos Aires, 2/11/2003.

«Vecinos aportaron dos pistas para dar con el asesino». La Nación, Buenos Aires, 29/4/2003.

Audiovisual

Heredia, Víctor. Ojos de Cielo (Disco: Ciudadano). Estudios Panda, Buenos Aires, 1998.

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Poema

¿Qué hará María? En la tierra / ya no se arraiga su vida / ¿Dónde irá? Su pecho encierra / tan honda y vivaz herida, / tanta congoja y pasión, / que para ella es infecundo / todo consuelo del mundo, / burla horrible su contento; / su compasión un tormento; / su sonrisa una irrisión.  

Estos versos del poema La cautiva, de Esteban Echeverría, rinden homenaje a las mujeres que padecen la violencia ejercida sobre ellas y los suyos. Las heroínas de la presente crónica fueron ciudadanas, trabajadoras y amas de casa anónimas, hasta que la tragedia les asignó un bautismo inesperado: Madres del Dolor.

Citas y signos

La forma de reproducir los dichos de otros suele cambiar con los autores, los géneros y las tradiciones. Por eso, quizás sea útil explicitar el criterio aplicado en esta narración, que involucra dos signos ortográficos:

  1. El guión de diálogo o raya (—): Acompaña las declaraciones recogidas personalmente; esto quiere decir, producto del contacto del autor (también podría ser un colaborador suyo) con alguien; sea cara a cara o mediante algún sistema de comunicación, como por ejemplo el teléfono o internet. Estas citas son directas cuando refieren palabras del propio entrevistado e indirectas cuando reproducen los dichos de alguien contados por un tercero. Una función alternativa de la raya en la presente crónica es encerrar conceptos u oraciones aclaratorios.
  2. La comilla («): Se ha aplicado en las alocuciones extraídas de distintos registros materiales. La bibliografía anexa propone estas categorías: libros, academia, documentos, prensa, internet y audiovisual. Es el único cometido de la comilla en la historia.
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1 comentario
  • Enrique Esteban Schott
    9 noviembre 2021 a 06:49

    Excelente relato.

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