La muerte del hincha de Belgrano de Córdoba dejó al descubierto a la Argentina de violencia en la que vivimos. Una violencia no necesariamente ejercida por delincuentes comunes y barrabravas sino asumida como herramienta de relación con el otro, por parte de ciudadanos que, con ella, expresan sus frustraciones ante una sociedad que no los conforma.
Los trágicos hechos en la tribuna del estadio Mario Kempes, de Córdoba, nos muestran una realidad central y muchas otras realidades subsidiarias de ella que orbitan en su torno.
Lo central es que vivimos tiempos violentos. Es una realidad contemporánea que nos muestra como somos, nos explica. Esta es una Argentina de violencia. Somos violentos. Nos manifestamos violentamente desde lo verbal y pasamos a la agresión sin solución de continuidad.
A la par de esa nave nodriza, la violencia de y en la sociedad argentina, secundándola, aparecen otras violencias.
De entre tantas, una es la ejercida por las barra bravas, la que se ve dentro y fuera de las canchas. Otra violencia es la que ejercen los hinchas comunes, los que en principio no son identificados como violentos.
Esos simpatizantes terminan transformándose en violentos;cse convierten apenas pisan el suelo sagrado de ese templo de la pasión y del aguante, que es una cancha de fútbol.
Otra violencia es la de que vive dentro de la cancha. La que ejercen jugadores y técnicos, dándose patadas repudiables, insultándose como parte de una práctica habitual y acusándose de los peores procederes corruptos y de bajeza humana.
En una sola postal futbolera, la violencia emerge desde todos sus rincones, con múltiples formas.
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Ahora bien, esa violencia (secundada por otras) no nace en el fútbol, no es de su exclusividad.
Cada hincha que llega a una cancha, cada jugador que ingresa para cumplir su trabajo, cada técnico que también lo hace, cada uno de ellos ingresa a un estadio para ponerse la pilcha de protagonista de un espectáculo que está compuesto por gente que, por fuera de él, es gente como nosotros, simples ciudadanos que integran una sociedad.
Algo sucede para que cada uno de esos sujetos se saque la ropa de ciudadano más o menos correcto para convertirse en lo que vemos que se convierten, en el contexto de un espectáculo deportivo como el fútbol. Algo sucede para que tantas personas vayan a un mismo lugar a saciar la sed no sabemos bien de qué. En ese caldo, la violencia emerge como herramienta de vínculo con el otro. Un modo de vincularse que es a partir de esa forma violenta de expresarse, de moverse y de agredir al otro.
Las tribunas muestran esas muchas formas de ser violento, sin necesariamente golpear a otro, aunque pueden terminar haciéndolo. Pero ese otro está presente, es la referencia, es el enemigo a vituperar, a destrozar simbólicamente mediante el lenguaje y a reducir a la nada misma, si es necesario, con la agresión física.
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Pero en esto de la violencia social, dentro y fuera de un estadio de fútbol, nos está faltando la otra mitad del fenómeno: el rol del poder público, del Estado. Él no puede ni debe estar al margen de esta cuestión. Es más: es parte del problema.
Si hay violencia en la sociedad misma en general y dentro de las canchas de fútbol en particular es porque hay un retroceso lento y preocupante del rol estatal para contener y eventualmente reprimir la violencia ciudadana.
Es que en la Argentina, el derecho del Estado a ejercer el monopolio de la fuerza pública viene de década de uso y abuso. Es casi como aberración genética de la cual adolece la condición argentina.
Pedir que hoy actúe el Estado mediante sus fuerzas de seguridad para reprimir la violencia es sencillamente pedir que un bombero apague un incendio arrojando combustible. Cuando vemos actuar a una policía cualquiera nos queda claro esta advertencia. Esto lo saben los dirigentes políticos y funcionarios de gobiernos, tanto del nacional como de los provinciales. Por eso sus fuerzas de seguridad tienen un acotado y desfigurado rol interventor en las cuestiones del llamado «desorden público».
¿Y por qué caímos en esta parálisis, en esta inacción del Estado ante el desborde social?
La Argentina no se ha dado un verdadero debate y menos aún una acción política para darse fuerzas de seguridad de la democracia, para la democracia. Por eso, venimos de años de policías cada vez más retiradas de la sociedad, cada vez más lejanas a las cuestiones ciudadanas.
Hoy las policías no son parte de la ciudadanía. Ella siguen siendo los peores resabios de las viejas prácticas de la violencia política argentina.
Es el Estado el que, en definitiva, no puede restituir un sistema de premios y castigos: su caída en desgracia es parte de la degradación moral de nuestra sociedad y de la transmutación ética de sus prácticas ciudadanas.
El parámetro para determinar lo que es o no violento está dado ni más ni menos que por la calidad del llamado estado de derecho. Ese una línea que define a una comunidad, la identifica y delimita, hacia afuera, y define lo que está permitido y lo que no, hacia adentro, lo que se tolera y lo que no se permite socialmente, con la eventual intervención del Estado en caso de que alguien traspase esa franja.
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Desde 1983 para acá, las única policías nacidas por y para la democracia fueron la Policía de Seguridad Aeroportuaria y la ya desaparecida Policía Metropolitana, absorbida esta última por la tercera fuerza de seguridad de la democracia que es la Policía de la Ciudad de Buenos Aires, que, sin embargo, integra la vieja y represiva Policía Federal.
¿Cómo puede ser que nuestra democracia se haya dado tantas nuevas instituciones desde 1983 para acá y no haya sido capaz de democratizar y renovar de manera amplia a sus fuerzas de seguridad? Fuerzas que siguen funcionando como grupos de choque del poder de turno, nacional o provincial, como quedó bajo sospecha en la irrupción de la Policía en la Universidad de Jujuy.
Mientras discutamos la violencia social por el sólo comportamiento desviado de los ciudadanos, no podremos entender el fenómeno y mucho menos podremos darle una solución. Si hoy somo un país violento, las mejoras medidas deben surgir del Estado mismo.
El gobierno nacional y los gobiernos provinciales deben recobrar la autoridad, la legitimidad de la acción pública para marcar qué es y qué no delito.
Como decía Perón: «Los muchachos son buenos, pero si se los controla, mejor». Controlar no es reprimir, es simplemente hacer que la ley se cumpla desde sus cuestiones más simples a las más complejas.
Más que fortalecer el estado de derecho, hay que reconstituir el «estado de convivencia». Una comunión de unos y otros creyéndose un poco más parecidos entre ellos. Algo que tampoco se podrá lograr en una sociedad de extremas desigualdades sociales y económicas.
En un contexto de inequidades, emerge la frustración social. El personaje humorístico-satírico de Violencia Rivas de Diego Capusotto lo muestra con total claridad: una mujer que no logra traspasar las fronteras de su vida cotidiana, mientras se hunde en el alcohol y en el odio social, maldiciendo un presente que no la representa en lo más mínimo; un presente que le enrostra la derrota de sus ideales juveniles a manos del sistema que ella misma combatió y que no logró derrotar, mientras añora un pasado de supuestas glorias que ya no existen, ni es posible resucitar.
En la Argentina, sólo se podrán bajar los niveles de frustración social que muchos expresan mediante la violencia si logramos darle forma a una tierra de oportunidades y de derechos repartidos. Con gente cada vez más parecida, que viva en barrios cada vez más homogéneos, con roles comunes y objetivos compartidos (Después de todo es una suerte de versión morigerada del sueño revolucionario y extremista de Violencia Rivas, ¿no?).
Sólo en ese contexto de «igualdades» tendremos la chance de bajar estos niveles de violencia que nos rodean y que terminan cobrándose vidas. Y es allí en donde el Estado podrá ganar legitimidad para ser árbitro de la contienda social.
Parece una utopía, pero vale la pena intentarlo. Sin grietas y sin muros que nos separen. Sin gritos ni golpes como Violencia, y saliendo a la calle a dar la discusión como rivales, en todo caso, pero no como enemigos. No con las formas de Violencia Rivas, pero sí (en todo caso) con sus convicciones.