La tecnología que especialmente fomenta vínculos a través de la Web redefine constantemente el «ser» y «no ser» en nuestra sociedad contemporánea, generando nuevas tensiones sociales entre los que no acceden a las mismas y los que sí lo hacen, a costas de perder derechos individuales.
La tecnología de este siglo XXI nos define la vida; marca el estar afuera o adentro de la vida moderna; nos delimita el terreno por el que podemos desplegar nuestra existencia y nos contornea el campo de lo que podremos ser y lo que no.
Esta explicación algo aparatosa sobre el acceso a la tecnología es ni más ni menos que una explicación posible (aunque no la única) para entender de qué lado puede quedar uno manejando o no tecnologías para nada sofisticadas, pero sin embargo, necesarias para lograr «ser» en la era que nos toca vivir.
Los «excluidos tecnológicos»
Un corte claro entre el estar dentro o fuera de esta cultura moderna quedó de manifiesto gracias a un trabajo de la Cruz Roja, al indagar en los sectores sociales más vulnerables.
En España, el 61% de las personas atendidas por la institución (personas generalmente dentro del espectro de la vulnerabilidad social) está al margen de las oportunidades que ofrece la Red y no accede nunca a Internet. Es decir, no pueden acceder a oportunidades de trabajo que tal vez sean de su interés y para las cuales tengan capacidad de aprovecharlas.
No acceder a la tecnología les impide buscar información útil para acceder a esas oportunidades. Ni siquiera tienen la chance de escribir un currículum. El 65% de los hogares atendidos por Cruz Roja, generalmente ocupado por personas marginadas de la cultura promedio, no tiene ni siquiera una computadora en su casa. Y, aunque el 86% de estas personas tiene un teléfono celular, solo un 12% lo utiliza para navegar por la Web.
Para la Cruz Roja, «la exclusión digital está muy relacionada con la exclusión social. Debido al escaso poder económico no pueden acceder a la tecnología. Eso hace que no puedan tampoco llegar a determinadas oportunidades». Esto lo remarca Susana Gende, miembro del departamento de Estudios e Innovación de la institución en su filial española, epicentro de una de las paradojas contemporáneas más interesantes, compuesta por una economía del primer mundo, en una sociedad con problemas que muchas veces se parecen a los del mundo en desarrollo.
Sumado al hecho de no acceder a la tecnología inclusiva, muchas personas además cargan con el agravante de ser adultos mayores, de tener un origen social marginal o directamente por ser mujeres; el 67% de ellas no accede a Internet, contra el 51 por ciento de los hombres.
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La desigualdad digital no solo es consecuencia de una situación económica desfavorable, sino que se convierte también en causa. La falta de habilidades digitales y la imposibilidad de aprovechar el potencial de las nuevas tecnologías contribuye a perpetuar ese estado de vulnerabilidad. Por ejemplo, en España, el 90% de las personas que recibieron asistencia desconoce los programas clásicos de informática; el 75% no sabe escribir y recibir correos electrónicos.
Estos números llamativos y preocupantes en el primer mundo europeo se dan en un contexto contradictorio: España cuenta con índices de acceso a Internet elevados, del orden del 85 por ciento, de acuerdo al Instituto Nacional de Estadísticas de ese país, a la sazón nuestro INDEC. Es decir que pese a ser parte del grupo selecto de países desarrollados, España muestra fuertes contrastes.
En la Argentina, por ejemplo, el porcentaje de penetración de Internet es un poco más bajo, del orden del 80 por ciento, mientras que en nuestra América Latina el guarismo es menor: 55 por ciento de la población regional accede a la Web para distintos usos. Todo un indicador de que, teniendo a poco menos de la mitad de la población fuera de Internet, la inclusión social se hace todavía más difícil.
Incluidos pero precarizados
Pero ahora viene la paradoja del asunto; ese pliegue de la realidad que no toca vivir en donde se ven también las precariedades de estos supuestos tiempos modernos de prosperidad. El asunto tiene que ver con aquellos que sí acceden a la última tecnología pero con el elevado costo que deben pagar para ser parte de esta cultura digital. Hablamos de los «incluidos pero precarizados», especialmente de los trabajadores «uberizados».
El neologismo refiere ni más ni menos que a los cada vez más hombres y mujeres, generalmente jóvenes, que acceden al mundo del trabajo gracias a las nuevas tecnologías, asociadas a la modalidad de contratación y prestación de servicios que realiza el gigante del transporte de personas, Uber.
La «uberización» de la economía está dando nuevas oportunidades de trabajo pero a costas de tener que resignar derechos laborales. Se es parte de la nueva economía pero a costas de resignar derechos consagrados para los trabajadores.
Este fenómeno está motivando que, por ejemplo en Europa, repartidores en bicicletas o motos, como así también conductores de autos Uber o bien personal de limpieza itinerante estén buscando modos de sindicalizarse y defender sus derechos.
En aquel continente de progresos económicos y logros sociales, compañías como Deliveroo se enfrentan a juicios de sus empleados ante el descontento por no llegar a ser considerados trabajadores, sino simples «riders» como la empresa los denomina.
En medio en una discusión más laboral que semántica, en Madrid nació «Riders por Derechos», una asociación en defensa de los mensajeros en bicicleta, con representación en Barcelona, Valencia y Zaragoza. Víctor Sánchez, vocero del sindicado, denuncia que tras diez meses de trabajo, la empresa Deliveroo lo echó apenas enterada de la creación de dicha asociación.
Esta andanada digital de nuevo trabajo pero precarizado motivó que la Unión General de Trabajadores de España, la CGT nuestra pero en tierras ibérica, haya creado la página www.turespuestasindical.es. Es un sitio Web en donde los trabajadores «precarizados digitales» pueden encontrar respuestas a sus inquietudes laborales.
El fenómeno de las empresas digitales que buscan empleados de segunda categoría está lejos de ser marginal. En España, casi la cuarta parte de la población, 10,4 millones de personas, contratan servicios de ese tipo.
Uno de los últimos y resonantes casos de abuso digital sucedió en el Reino Unido. Los más de 50.000 conductores que Uber tiene en tierras británicas recibieron un fuerte respaldo a finales de octubre, cuando un tribunal londinense falló que la empresa debe tratar a los chóferes como trabajadores, con plenos derechos laborales, como el salario mínimo o el pago de vacaciones. Uber, al contrario, defendía que no contrataba a nadie, sino que se limitaba a poner en contacto a personas deseosas de ser transportados con conductores. La empresa ya se había visto obligada por la justicia de EE UU a pactar una compensación de 100 millones de dólares para que sus conductores en California y Massachusetts aceptaran seguir figurando como autónomos.
Uber y la «uberización» de la economía componen un nuevo cuadro de relaciones sociales, dentro del cual conviven la necesidad del trabajo con la oferta de algo parecido al empleo, pero con diferencias notorias.
Un debate bien moderno, parado sobre una necesidad añeja para nuestras sociedades capitalistas: la de necesitar ser a partir de un empleo digno que nos permita existir.