Las heroínas de esta crónica fueron mujeres, ciudadanas, trabajadoras y amas de casa anónimas, hasta que la tragedia les asignó un bautismo inesperado: Madres del Dolor.
Por Lucio Casarini (cronista) y Daniela Díaz Arz (ilustradora)
Con alrededor de 20 mil habitantes, Aldo Bonzi es una de las localidades más modestas del partido bonaerense de La Matanza. Entre 2001 y 2010, últimos censos nacionales de población, pasó de 13.410 a 18.175 moradores; en ambos cálculos ocupa el puesto 14 sobre 15 jurisdicciones del distrito. El paraje se caracteriza por su atmósfera pueblerina, sus viviendas bajas y sencillas, el juego de los niños en las veredas alfombradas de gramilla, los vecinos que toman mate en las mesas y los bancos de cemento de la plaza central Martín Fierro, y la división del casco urbano por las vías del Ferrocarril Belgrano Sur. El tren nace en la ciudad de Buenos Aires, pasa por estación Aldo Bonzi y se interna en la llanura pampeana. Una bifurcación del trazado férreo se detiene en estación Castello. La autopista Riccheri, que cruza al sureste de la zona residencial, permite llegar en auto al centro porteño en algo más de media hora. A un kilómetro y pico del caserío, en igual sentido, pasa un brazo del río Matanza, que dos kilómetros después, con la misma orientación, da en la corriente principal. Ambos flujos de agua son los límites naturales de la comarca.
Uno de los accesos automotores de Bonzi, como llaman el sitio los lugareños, es vulgarmente denominado la Entrada de los Perros, porque bordea el Centro de Adiestramiento y Crianza de Canes de la Policía Bonaerense, una edificación de una planta rodeada de un parque con cerco olímpico situada al inicio y a la izquierda. Con dos carriles en cada sentido, la calle Ana María Janer, nombre oficial de la senda, enlaza con la Riccheri y pasa bajo un puente ferroviario. «Aldo Bonzi – Bienvenidos» y «Buen viaje – Los esperamos», se lee a uno y otro lado de la estructura superior del viaducto, en blanco sobre negro. De la autopista al puente hay medio kilómetro desierto de casas y perfumado con el aroma de pinos, eucaliptos, paraísos, palmeras y cañaverales; a la derecha se ven la alambrada y los caballos de un espacio de equinoterapia para personas con discapacidad. El zumbido del tránsito de la autopista, el ladrido de los perros y el relincho de los caballos son los únicos sonidos que alteran la quietud. Después del pasadizo ferroviario asoman las primeras viviendas, a mano izquierda.
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Por la Entrada de los Perros iba aquella noche cálida y estrellada Daniel Alejandro Sosa, apodado el Negro, de 33 años, padre de dos hijos, camionero de profesión y vecino de Aldo Bonzi desde siempre. Volvía de la ciudad de Buenos Aires en su automóvil, un Volkswagen Gol patente CJR 651 recién estrenado de color blanco. El coche avanzaría solitario con un resplandor que lo haría visible, debido a que llevaría las luces encendidas y a que su pintura reluciente multiplicaría el efecto de las sucesivas farolas de iluminación municipal.
Daniel vestía el uniforme de trabajo: camisa y pantalón azules de algodón, estilo Grafa, y zapatos oscuros con suela de goma y punta reforzada con aluminio. Manejaba con cierta molestia, pues le dolía el tobillo derecho por un esguince leve. La lesión, que lo había obligado a retirarse de su empleo nocturno en la empresa de transporte Expreso Ruta 12, cuyos galpones quedan en el barrio porteño de La Boca, había sido diagnosticada por los médicos encargados de la guardia del Hospital Británico, en el barrio de Constitución.
La especialidad del Negro como chofer era el acarreo de combustibles líquidos, un rubro que usa camiones gigantescos, habitualmente con acoplado. Como era menudo físicamente, el joven lucía diminuto al volante de uno de aquellos mastodontes con ruedas, cuya conducción exige una capacidad motriz óptima. El hecho de que ejercía su oficio de noche supone una demanda extra, pues la ausencia de luz solar requiere mayores visión, lucidez y reflejos en un conductor. Además, Daniel estaba curtido para lidiar con imponderables de una amplia variedad: inconvenientes en el tránsito, fenómenos meteorológicos, desperfectos en el vehículo, la posibilidad de incendios y explosiones considerables, o el virtual asalto de criminales atraídos por su cargamento.
Tras doblarse el pie mientras subía al Scania modelo 2000 que tenía asignado, el joven había decidido, por prudencia, suspender el itinerario previsto y partir hacia el centro de salud. Lo hizo en su automóvil, a pesar de la lesión, porque podía pisar los pedales del vehículo si lo hacía con cuidado y durante un trayecto razonable. Por otra parte, era viernes y la noche siguiente tendría franco. Si se iba en un transporte alternativo, el coche quedaría en La Boca todo el fin de semana.
El Negro habló con su teléfono celular a la familia para ponerla al tanto del cambio de planes. Como estaba peleado con su esposa Beatriz —con quien vivían Daniela de 11 años y Javier de 8, los hijos de ambos—, el camionero en esa época se alojaba en casa de sus padres. Por tanto, allí se comunicó. El primer contacto fue a eso de las 21, desde Transportes Ruta 12. Alrededor de las 22 volvió a hablar, esta vez desde el hospital.
Circulaba entonces Daniel en su Volkswagen Gol radiante por la Entrada de los Perros cuando comenzó a sonar el timbre del teléfono móvil, que marcaba las 23.50 del 2 de febrero de 2001; quien llamaba era Amelia Beatriz Sosa, su hermana mayor.
—¿Dónde estás, Machito? —le preguntó ella, usando el seudónimo cariñoso con que solía nombrarlo.
—Ame, estoy en la entrada de Bonzi, me cruzaron una camioneta —dijo él nervioso.
—¿Cómo que te cruzaron una camioneta? —se alarmó ella, tanto por el contenido como por el tono de la inusitada respuesta de su hermano.
—Sí, tengo unos hijos de puta apuntándome con un revólver —agregó él—; no entiendo nada.
—Te mando a buscar —contestó ella, presa del espanto, pues percibía que el Negro hablaba en serio.
—Mandame al Flaco urgente —remató el camionero; el Flaco era Omar, el menor de los cuatro hermanos Sosa; de pronto la comunicación se cortó.
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A las 23.55, según las pericias forenses, Daniel recibió un balazo en el corazón disparado a quemarropa, desde centímetros de distancia. Minutos después, a las 24.02, murió. Los otros dos proyectiles encontrados en el cuerpo impactaron tras el deceso, mientras estaba tirado de bruces: uno en una nalga, con daño en los testículos, y otro en una pierna. El segundo y el tercer disparo habrían buscado simular un intento de fuga. Las tres balas fueron gatilladas desde el mismo arma: un revólver Taurus calibre 38 que pertenecía a Ramón Aníbal Olivera, de 59 años, suboficial principal de la Comisaría Primera de San Justo —localidad cabecera del partido de La Matanza— y, como el Negro Sosa, habitante antiguo de Bonzi.
El cadáver apareció en la calle San José, a casi un kilómetro del comienzo de la Entrada de los Perros y a 20 metros del domicilio de Olivera, un sitio aislado visualmente, pues uno de los lados de la arteria está cubierto por un tapial que alcanza hasta ocho metros de altura: el contrafrente de unos talleres que en ese tiempo eran propiedad de Spinazzola, fábrica de implementos para exposiciones. A un lanzamiento de piedra de allí, en la intersección de San José y Migueletes, está el margen sur del trazado urbano, que limita con tierras que pertenecen al tren.
El cuerpo habría sido trasladado en la Ford Ranger 4×4 gris con vidrios oscuros de Olivera, que tenía sangre de Sosa en el parante de una puerta, y en unos guantes de cuero y un trapo localizados dentro. Además, el exterior de la camioneta presentaba cuatro orificios de otro revólver, encontrado junto al cadáver: una pistola Beretta 6.35 que carecía de patente —era ilegal— y de las huellas dactilares de la víctima. Daniel, de todas formas, no tenía restos de pólvora en las manos y ni siquiera sabía disparar. Los balazos sobre el vehículo fueron efectuados en la calle San José. La seguidilla de impactos se escuchó desde todos los rincones del pueblo. El estampido redundante sobre la chapa se multiplicó con un eco particular. Algunos imaginaron una batería de pirotecnia encendida con motivo de alguna celebración.
Olivera estaba con licencia médica como resultado de una herida de bala que había recibido tiempo atrás cerca del vientre. Dos pequeñas bolsas que le colgaban del sector lastimado hacían evidente la cura que estaba recibiendo. «Vivía en estado de shock, ya que seis meses antes había sido baleado por delincuentes que me interceptaron en la puerta de mi casa cuando circulaba en la misma camioneta», contará; «estuve grave y sufrí tres intervenciones quirúrgicas, para luego quedar internado en el hospital Churruca durante 23 días y seguir en tratamiento durante 100 días más». En esas condiciones, para el policía era difícil gatillar un arma e imposible mover el cadáver de un hombre. Además, el relato telefónico de Daniel para su hermana Amelia había sido que «unos hijos de puta», o sea más de una persona, lo habían emboscado. Esto fortalece la conjetura de que Roque y David, hijos de Ramón y también miembros de la Bonaerense, participaron en el crimen.
«Vi la Ranger llegar despacito del lado de la Entrada de los Perros con los vidrios cerrados», dijo Luis Sierra, vecino de 15 años, «estacionó frente a la casa de los Olivera; el Gol blanco iba un poco más adelante; yo estaba con un pibe ahí nomás; al ratito escuchamos tiros y fui en mi bicicleta; mi amigo se quedó; vi a Daniel tirado en la calle, como muerto; estaban Roque, David y el padre; con ropa común, sin el uniforme; apenas me vio, Roque me apuntó con el revólver y me dijo: tomatelá, porque te bajo como a este negro».
El chico Sierra es el único espectador directo que dio testimonio ante las autoridades, inicialmente acompañado por sus padres. Pero hay más personas que presenciaron la escena. La familia Sosa sabe, por ejemplo, de una señora que paseaba el perro en las cercanías; otra mujer que vivía en un pasillo al fondo; un hombre que se quedó escondido detrás de un árbol; y un adolescente que habría observado todo desde la terraza de su vivienda.
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—Mi hijo era un camionero, un negrito, por eso me costó encontrar justicia —dice Elsa del Carmen Gómez de Sosa, mamá de Daniel y la más longeva de las fundadoras de la Asociación Civil Madres del Dolor—; ante un caso de violencia institucional, el Estado siempre se cubre y actúa de manera corporativa; hay que demostrar ante el Poder Judicial que el muerto era inocente; hasta el ministro de Seguridad de turno cubre los crímenes y se hace cargo de los asesinos de uniforme.
Es una mujer nacida en la ciudad de Catamarca, pequeña de estatura y de cabello corto gris; habla entrecerrando los ojos negros, ardorosa y convincente, recordando cómo empezó su reclamo; una lucha en la que la acompañó su marido Miguel, papá de los chicos, hoy jubilado como responsable del bar de El Cultural, un club de los alrededores. Durante años, ella colaboró como ciudadana en dos organismos: el Centro Bonaerense de Protección de los Derechos de las Víctimas y el Programa Nacional de Lucha Contra la Impunidad.
Elsa está sentada tras un escritorio en la recepción de la sede de la ACMdD. A su lado, en una cartelera de corcho, entre papeles de múltiples colores y tamaños con anotaciones hechas a mano, un afiche dice: «Me puedo caer, me puedo herir, puedo quebrarme, pero con eso no desaparecerá mi fuerza de voluntad. Cualquiera que sea la pregunta, la respuesta es el Amor. Cualquiera que sea el problema, la respuesta es el Amor. Cualquiera que sea la enfermedad, la respuesta es el Amor. Cualquiera que sea el dolor, la respuesta es el Amor. Cualquiera que sea el miedo, la respuesta es el Amor. El Amor es siempre la respuesta… Porque el Amor es todo lo que existe. Madre Teresa de Calcuta». En una pared con retratos de numerosos niños y jóvenes de ambos sexos víctima de la violencia se ve la cara de Daniel, que mira de frente sin expresión, como en una foto tipo carnet. Los ojos oscuros, el rostro alargado, la piel morena, y el cabello corto y abundante, hasta mitad de la frente, son herencias evidentes de su progenitora.
—Esa noche, el médico de la ambulancia que se llevó el cuerpo de mi hijo me aconsejó que buscáramos un abogado, porque había algo raro —recuerda Miguel Sosa, un hombre de ojos marrones, piel más pálida que la de su mujer, cabeza calva y estatura también inferior a la media; está parado junto a ella una mañana soleada en que ambos participan de un concurrido homenaje a Marcela Brenda Iglesias en el paseo homónimo.
Ramón Olivera fue detenido y quedó bajo el régimen de prisión preventiva. Tres meses después, la Cámara de Apelaciones de La Matanza, por supuesta falta de pruebas, liberó al entonces sospechoso, que volvió a trabajar y vestir el uniforme. En su casa lo recibieron su esposa Inocencia y los seis hijos de ambos: Roque, David, otros dos varones —luego también policías— y dos chicas.
—Mi experiencia fue terrible, era una simple mamá contra toda una institución y contra un buen vecino —continúa Elsa en referencia a la Bonaerense, Ramón Olivera y la frecuencia con que los crímenes cometidos por integrantes de las fuerzas gubernamentales quedan impunes. La calificación irónica de buen vecino denota uno de los aspectos más duros de la odisea de la familia Sosa: la resistencia social, burocrática y política a investigar y condenar a quienes ostentan cargos y atuendos oficiales. Por todo esto, hasta que se hizo el juicio y luego también, la mamá de Daniel empapeló Aldo Bonzi con volantes y carteles sobre la muerte de su hijo y los presuntos autores del homicidio.
“Reza todas las mañanas frente a la casa del suboficial acusado de asesinar a su hijo”, tituló el diario La Nación dos meses después del crimen. “Son las 8.30 y, como todas las mañanas, Elsa Gómez de Sosa, madre de la víctima, reza. En silencio. Cada tanto, dirige su mirada hacia la casa de la familia Olivera”, relata la noticia. “La mujer lleva un rosario blanco colgado del cuello y una bolsa llena de afiches con la foto de su hijo. Hay carteles en las paredes y en los postes de luz. La mujer los pega al mismo ritmo con el que son arrancados”, describe. “Entre restos de los carteles que fijó Elsa Gómez de Sosa, se alcanza a leer: ‘Si se meten con mis hermanos, mejor empiecen a cuidar a sus hijos’. Acaso una amenaza de los Olivera”, alerta el artículo, señalando el peligro al que se exponía la denunciante.
Varios fueron los atentados directos contra la mamá del Negro; todos protagonizados por hombres a bordo de automóviles; la mayoría, mientras ella caminaba en la vía pública, sola o acompañada de una nieta, engrudando panfletos sobre el homicidio. Una vez, un coche se le tiró encima, le impactó una pierna y le provocó una fractura; como consecuencia, Elsa estuvo enyesada durante meses. En una oportunidad posterior, pudo escapar de otro vehículo que la acosaba porque un vendedor ambulante intervino sonando su silbato. Tiempo después ocurrió la agresión más violenta, ejecutada por Roque Olivera, según cuenta ella:
—Estaba adhiriendo un volante en el árbol situado frente a su casa y llegó Roque en auto; se bajó, arrancó el papel, lo hizo un bollo y me lo tiró en la cara; lucía de uniforme y armado; puse otro libelo en el parabrisas del coche; lo sacó, lo tiró y se subió al vehículo; entonces me paré enfrente del coche y le exigí que me mirara; le expresé que nunca se iba a olvidar de mí y le manifesté: mi corazón me dice que vos lo mataste y tu papá se hizo cargo, sé que vos lo mataste; en ese momento arrancó violentamente y me pegó en el vientre; terminé en terapia intensiva en el Hospital Durand.
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El juicio se realizó en 2004 en el Tribunal Oral y Criminal 3 de La Matanza. Ramón Olivera, único acusado, se presentó en libertad y de uniforme. Sus hijos Roque y David se mostraron entre el público también con indumentaria policial.
«Todo pasó frente a mi vivienda, Daniel Sosa me atacó para robar la 4×4», dijo Olivera padre; “salí con la camioneta y apareció un automóvil blanco desde el que me balearon dos veces por la ventanilla; siento que me disparan desde atrás; me agacho; siento que me tiran de nuevo; entonces me bajo de la Ranger, digo policía y luego gatillo”.
El hombre fue incapaz de sostener su coartada cuando los magistrados le pidieron detallar la posición de los actores, los vehículos y los proyectiles. La palabra del entorno de la víctima y sobre todo de Luis Sierra, ahora mayor de edad, terminó de complicar al sargento.
—Ante los jueces quedó demostrado que Daniel es inocente y que el agresor lo fusiló para luego fraguar un enfrentamiento —sintetiza Gabriel Norberto Becker, abogado de la familia del muerto—; lo asesinaron a mansalva y lo llevaron arriado hasta el lugar; dispararon cuatro tiros con otro revólver contra la 4×4 y le plantaron ese arma; nunca sabremos quién lo ejecutó; para mí, el viejo cubrió a Roque; también estaba David; Ramón mintió; en el tribunal se hizo un simulacro, trató de ubicarse en el lugar, su relato fue incompatible con la reconstrucción efectuada en el escenario y con las pericias balísticas; el testigo de cargo determinante es Luis Sierra, que se la jugó realmente; las llamadas entre la familia Sosa y el celular del camionero, de las 21 a las 23.50, fueron confirmadas por la compañía telefónica.
—Daniel trabajaba de sol a sol —dice Miguel Sosa—; ganaba relativamente buena plata, que le alcanzaba para mantener a su familia y que le permitió comprarse un Volkswagen Gol; nuestro hijo no era ladrón como dijeron los Olivera; tenía su trabajo, no sabía disparar y además odiaba las armas.
Ramón fue castigado con 18 años de cárcel por homicidio simple. “En orden a la solicitud de la fiscal de juicio [Gabriela Risutto]”, agrega el fallo, “se pide extraer testimonios respecto de David y Roque Olivera”. Sin embargo, estos nunca serán indagados. El convicto, que había ido a las cinco jornadas del debate, faltó a la lectura de la sentencia. Al cabo de algunos días fue declarado fugitivo. El Gobierno bonaerense ofreció una recompensa de 30 mil pesos, el salario anual de un trabajador argentino promedio, que luego subió a 50 mil.
—Lo más atinado era que hasta el dictamen se pusiera al menos un agente de consigna —opina Becker—; la investigación para hallar a Olivera fue increíblemente encomendada a sus pares de la Bonaerense y existió una notoria actitud corporativa que impidió encontrarlo; Ramón tenía la banca del comisario de San Justo; con la esposa y la mamá de Daniel visitamos a [León Carlos] Arslanián, en ese tiempo ministro de Justicia y Seguridad, que nos dijo: esto no va a quedar así, lo vamos a agarrar.
—Olivera tenía cuatro hijos y eran todos policías —plantea Elsa Gómez—; si ellos estaban en la Bonaerense, cómo se pudo pretender que esa misma fuerza lo buscara.
Pasaron más de tres años hasta que en 2007 el rufián fue detenido en la ciudad de Bragado, a unos 200 kilómetros de Aldo Bonzi; habitaba una vivienda precaria, usaba una identidad falsa —Juan Preto o Pretto—, se había dejado crecer la barba y andaba en bicicleta. Lo descubrió un policía del barrio que dijo haber visto su retrato en televisión. Elsa Gómez había sido entrevistada por Prófugos, una emisión para la pantalla chica que se difundía en la provincia. Tiempo después, el recluso fue beneficiado con la prisión domiciliaria por su edad avanzada y supuestos inconvenientes de salud. Roque y David siguieron trabajando en la Bonaerense. En 2011, el primero fue ascendido a subjefe de la Comisaría Séptima del partido de Morón.
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Puede parecer absurdo que la víctima y sus oponentes ignoraran la identidad de quien o quienes tenían delante en el momento crucial, tomando en cuenta que eran vecinos añejos en una aldea reducida como Aldo Bonzi. Una respuesta posible para este enigma es que el Volkswagen Gol era nuevo y por tanto desconocido en la zona; otra, que el hecho ocurrió en un horario en el que Sosa habitualmente trabajaba a bordo de su camión. De cualquier forma, si los Olivera cometieron un error acerca de quién era el emboscado, se desengañaron apenas pudieron verle el rostro con nitidez. Daniel, por su parte, quizás se reservó los nombres de los atacantes, en la comunicación telefónica con su hermana Amelia, con la esperanza de que aquellos se sintieran menos expuestos y evitar así un desenlace fatal.
Pero lo que más intriga a los conocedores del caso es cómo pudo Ramón Aníbal Olivera ser propietario de una Ford Ranger 4×4, valuada en 45.000 pesos, si su salario era de 820 mensuales. El tribunal, al condenarlo por homicidio simple, además de ignorar la condición de policía del agresor —algo que le podía merecer la cadena perpetua—, la necesaria participación de otros actores —virtualmente también agentes estatales—, el complot para dar vuelta las pruebas y la violencia posterior contra la familia del muerto, descartó otras presunciones. Por ejemplo, que el o los asesinos participaran en alguna de las mafias que en esa época se dedicaban a robar autos en el Conurbano para venderlos a desarmaderos clandestinos. Se trata, justamente, del delito más común en ese tiempo entre los miembros de la Bonaerense pescados en actividades ilícitas, tomando en cuenta estadísticas del Ministerio de Seguridad provincial.
—Los Olivera actuaban como ladrones de coches o piratas del asfalto —dice Elsa Gómez—, es la hipótesis que sostenemos desde que ocurrió el crimen.
El supuesto abre un abanico de posibilidades: quizás atacaron a Daniel para hurtarle el vehículo; o acaso lo confundieron con un forajido rival y quedó en medio de una interna; de hecho, el episodio inescrutable en el que Ramón había sido baleado meses antes podría tener las características de un ajuste de cuentas.
En 2001, el año del asesinato del Negro, en la Argentina fueron robados 51.246 autos; esto es, uno cada 10 minutos; el 93 por ciento en la Capital Federal y la provincia de Buenos Aires; de acuerdo con cifras del Registro Nacional del Automotor. El 40 por ciento de esos vehículos se destinó al desguace, o sea que fue cortado en desarmaderos, según la Secretaría de Seguridad de la Nación. Destinos alternativos habituales eran su uso en otros delitos; su transformación en mellizos o en remises truchos; y su venta a países limítrofes, principalmente Paraguay; tomando en cuenta información de la Policía Federal. Igual cifra, 40 por ciento, son las veces que tales hechos ocurrieron a punta de pistola, según el Centro de Experimentación y Seguridad Vial (CESVI). Una modalidad extendida era el llamado robo peaje, que consiste en obstaculizar de alguna manera el camino para que la víctima tenga que parar su rodado. En tal marco, el peor escenario le tocó al partido bonaerense de La Matanza. Tomando números de la Fiscalía General del distrito, con 7.752 crímenes de esta clase, lo que supone cerca de uno por hora, en 2001 fue la jurisdicción del país en la que se levantaron más vehículos.
Fuentes
El cronista charló con Elsa Gómez y personas de su entorno en reiteradas ocasiones. También con el abogado Gabriel Becker. Entre los allegados de la mamá de Daniel se destaca el diálogo con su esposo Miguel y su nieta Florencia, la misma que caminaba con ella pegando volantes por Bonzi. Además, el autor ha coincidido con Amelia, María de los Ángeles y Omar, los hermanos de la víctima; asimismo, con el resto de los integrantes de la ACMdD.
El relato se apoya, por otro lado, en la causa judicial (Olivera, Ramón Aníbal…), la visita de los escenarios y el Servicio Meteorológico Nacional («El tiempo», La Nación), que predice una jornada parcialmente nublada y brumosa, una temperatura máxima de 30 grados y un viento noreste tornando al suroeste de hasta 25 km/h. Elsa Gómez recuerda la noche de la tragedia como estrellada y la narración da crédito a su palabra.
La protagonista del relato es la menor de siete hermanos. Su madre emigró de Catamarca con ellos alrededor de 1950 escapando de la pobreza y se radicó en La Matanza, donde consiguió casa y trabajo por medio de la Fundación Eva Perón. La progenitora de Daniel tenía 17 años cuando se casó con don Sosa; trabajó de empleada doméstica en paralelo con la crianza de los cuatro niños.
La estadística demográfica está en los Censos Nacionales de Población de 2001 y de 2010.
Los desarrollos de Alicia Irene Rebollar (caps. 2, 3 y 4), Analía Artola (pp 259-266) y Cecilia de Vecchi (cap. 8) han servido para completar el contexto de la historia. Igual que el estudio de Marieke Denissen (caps. 5 y 8).
El esguince del Negro quedó registrado en la historia clínica del Hospital Británico, que incluye una radiografía realizada por los médicos de guardia.
Varios empleados de la empresa Transportes Ruta 12 confirmaron durante el juicio oral detalles sobre la dobladura de Daniel y su trabajo cotidiano.
El relato de Luis Sierra es un recuerdo de Elsa y está en la causa. La comunicación telefónica entre la víctima y su hermana Amelia fue reproducida por esta. Esa llamada fue la última de una serie que comenzó a las 21, cuando el camionero avisó a sus parientes que iba al hospital. Todas estas comunicaciones, con horario y duración, están en los resúmenes de las empresas Movicom —celular del camionero— y Telefónica —hogar de los Sosa—.
La impunidad de la Policía es descripta por el Centro de Estudios Legales y Sociales, y Human Rights Watch (Apartado III: Procedimientos y prácticas que favorecen la brutalidad policial, pp. 38-53).
Para presentar la lucha de Elsa fue esencial la crónica citada («Reza todas…», La Nación). También han sido de gran ayuda varias coberturas suplementarias sobre las agresiones contra la mujer («Víctimas, una…, Aldo Bonzi Hoy; «‘Seguiré denunciando…'», Diario Popular; «La riesgosa…», Página 12) y otros aspectos del caso («Quedó libre…», Diario Hoy; «Piden 23…», La Nación; Sassone, Martín…, 20 y 30/4/2004; Aranda, Darío…, Página 12).
Las recompensas ofrecidas por Ramón fueron publicadas por el Ministerio de Seguridad Bonaerense (resoluciones 1150 de 2004 y 019 de 2006). El salario anual de un trabajador promedio es una cifra oficial que está en la prensa («Los sueldos…», Clarín).
La captura del convicto se apoya en otra cobertura periodística («La Policía…», Bragado-virtual.com).
El nombramiento de Roque como subjefe en Morón fue denunciado por la ACMdD («Escandaloso ascenso…», Asociacionmadresdeldolor.blogspot.com.ar).
El agravante de la condición de policía de el o los asesinos está en el artículo 80, inciso 8, del Código Penal de la Nación: «Se impondrá reclusión perpetua o prisión perpetua al que matare abusando de su función o cargo, cuando fuere miembro integrante de las fuerzas de seguridad, policiales o del servicio penitenciario».
El recibo de sueldo de Ramón de 820 pesos mensuales está incluido en la causa judicial.
De las noticias fueron extraídos asimismo el dato sobre policías procesados por el robo de autos (Morosi, Pablo…, La Nación) y el panorama general sobre este delito en aquel tiempo («Robo de…» y «La mayor…», ambos de Clarín; y Rodríguez, Fernando…, La Nación).
Bibliografía
Libros
Artola, Analía Yael. Mujeres de La Matanza. Colección La Matanza, mi lugar. Secretaría de Cultura y Educación, Municipio de La Matanza, 2009.
Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) y Human Rights Watch (HRW). La inseguridad policial. Violencia de las fuerzas de seguridad en la Argentina. EUDEBA, Buenos Aires, 1998.
De Vecchi, Cecilia. En tu nombre. Dunken, Buenos Aires, 2015.
Academia
Denissen, Marieke. Winning small battles, losing the war. Police violence, the Movimientodel Dolor and democracy in postauthoritarian Argentina. PhD thesis in Social Sciences. Utrecht University, TheNederlands, 2008.
Rebollar, Alicia Irene. Mucho más que dolor y lazos de sangre. El activismo de las víctimas en la Asociación Madres del Dolor (tesis de licenciatura en Antropología Social, Universidad Nacional de San Martín). Dunken, Buenos Aires, 2019.
Santamaría, Rosana ¡Justicia a la Justicia! Estudio etnográfico sobre los reclamos de justicia de la Asociación Civil Madres del Dolor. Tesis de Maestría en Antropología Social. Universidad Nacional de San Martín, Argentina, 2014.
Trincheri, Marcela Inés. Las concepciones de derechos humanos que subyacen en las praxis de las organizaciones de familiares de víctimas de la violencia institucional surgidas en democracia. Tesis de Maestría en Derechos Humanos. Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales. Universidad Nacional de La Plata, Argentina, 2013.
Documentos
Instituto Nacional de Estadística y Censos. Censo Nacional de Población, Viviendas y Hogares. 2001 y 2010. República Argentina.
Ley 25.816/2003. Introducción del artículo 80 y otros sobre las fuerzas estatales al Código Penal de la República Argentina. Boletín Oficial 9/12/2003.
Resolución 1150/2004. Recompensa de 30 mil pesos por Ramón Aníbal Olivera. Ministerio de Seguridad. Provincia de Buenos Aires. Boletín Informativo 25, 23/7/2004.
Resolución 19/2006. Recompensa de 50 mil pesos por Ramón Aníbal Olivera. Ministerio de Seguridad. Provincia de Buenos Aires. Boletín Informativo 5, 17/1/2006.
Causa 920/2002. Olivera, Ramón Aníbal. Tribunal Oral Criminal 3 de San Justo. Provincia de Buenos Aires, sentencia del 29/4/2004.
Prensa
Aranda, Darío. «Una fuga antes de la condena». Página 12, Buenos Aires, 30/4/2004.
«El tiempo», La Nación/Economía y Negocios, Buenos Aires, 2/2/2002.
Sassone, Martín. «Juicio oral en La Matanza a un policía acusado de gatillo fácil». Clarín, Buenos Aires, 20/4/2004.
————. «Lo condenaron a 18 años por un caso de gatillo fácil y escapó». Clarín, Buenos Aires, 30/4/2004.
«Escandaloso ascenso para un policía bonaerense implicado en un crimen». Asociacionmadresdeldolor.blogspot.com.ar, Buenos Aires, 13/6/2011.
«La mayor cantidad de robos ocurren en La Matanza». Clarín, Buenos Aires, 24/3/2002.
«La Policía de Bragado detuvo a suboficial prófugo de la Justicia». Bragado-virtual.com, Bragado, 3/9/2007.
«La riesgosa misión de denunciar a la Bonaerense». Página 12, Buenos Aires, 23/9/2002.
«Los sueldos son más altos que en el 2001 pero rinden menos». Clarín, Buenos Aires, 20/6/2004.
Morosi, Pablo. «El delito que más creció: robo de autos». La Nación, Buenos Aires, 29/11/2002.
«Piden 23 años de prisión para un policía acusado de gatillo fácil». La Nación, Buenos Aires, 27/4/2004.
«Quedó libre un policía que mató de tres balazos a un inocente». Diario Hoy, La Plata, 14/5/2001.
«Reza todas las mañanas frente a la casa del suboficial acusado de asesinar a su hijo». La Nación, Buenos Aires, 3/4/2001.
Rodríguez, Fernando. «Disminuyó un 26,9% el robo de vehículos». La Nación, Buenos Aires, 15/2/2004.
«Robo de autos, un negocio de más de 500 millones al año». Clarín, Buenos Aires, 24/3/2002.
«‘Seguiré denunciando; no olvido, no perdono'». Diario Popular, Buenos Aires, 1°/2/2013.
«Víctimas, una y mil veces». Aldo Bonzi Hoy, Aldo Bonzi, 22/5/2009.
Internet
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Poema
¿Qué hará María? En la tierra / ya no se arraiga su vida / ¿Dónde irá? Su pecho encierra / tan honda y vivaz herida, / tanta congoja y pasión, / que para ella es infecundo / todo consuelo del mundo, / burla horrible su contento; / su compasión un tormento; / su sonrisa una irrisión.
Estos versos del poema La cautiva, de Esteban Echeverría, rinden homenaje a las mujeres que padecen la violencia ejercida sobre ellas y los suyos. Las heroínas de la presente crónica fueron ciudadanas, trabajadoras y amas de casa anónimas, hasta que la tragedia les asignó un bautismo inesperado: Madres del Dolor.
Citas y signos
La forma de reproducir los dichos de otros suele cambiar con los autores, los géneros y las tradiciones. Por eso, quizás sea útil explicitar el criterio aplicado en esta narración, que involucra dos signos ortográficos:
- El guion de diálogo o raya (—): Acompaña las declaraciones recogidas personalmente; esto quiere decir, producto del contacto del autor (también podría ser un colaborador suyo) con alguien; sea cara a cara o mediante algún sistema de comunicación, como por ejemplo el teléfono o internet. Estas citas son directas cuando refieren palabras del propio entrevistado e indirectas cuando reproducen los dichos de alguien contados por un tercero. Una función alternativa de la raya en la presente crónica es encerrar conceptos u oraciones aclaratorios.
- La comilla («): Se ha aplicado en las alocuciones extraídas de distintos registros materiales. La bibliografía anexa propone estas categorías: libros, academia, documentos, prensa, internet y audiovisual. Es el único cometido de la comilla en la historia.