Las heroínas de esta crónica fueron mujeres, ciudadanas, trabajadoras y amas de casa anónimas, hasta que la tragedia les asignó un bautismo inesperado: Madres del Dolor.
Por Lucio Casarini (cronista) y Daniela Díaz Arz (ilustradora)
El destello plateado de la luna nueva brillaba nítido entre las nubes sobre el cielo nocturno e invernal del barrio porteño de Núñez. A lo mejor era visible desde el interior del cupé Honda Civic color rojo, a través de las ramas de los fresnos, sauces y acacias de la intersección de las calles Tres de Febrero y Pico, cuyos troncos se yerguen a partir de las veredas formando una lúgubre galería natural. En el asiento trasero del automóvil patente AVE 573, del que era propietario, pero que había quedado de forma repentina en manos extrañas, se acurrucaba del lado del conductor Juan Manuel Federico Canillas. El joven de 23 años se esforzaría por permanecer calmo, impertérrito, aunque probablemente había sido lastimado en la cabeza de un culatazo y era oprimido con el mismo revólver calibre 9 milímetros que será gatillado alrededor de 40 minutos y 15 cuadras más adelante.
El sitio en el que el muchacho acababa de ser raptado, a las 20.30 de ese 12 de julio de 2002, queda a metros de las vías del Ferrocarril Mitre y a un kilómetro y medio del Río de la Plata. Pico se convierte, una cuadra hacia el este, en un callejón sin salida que termina en un alambrado ferroviario. El aislamiento visual y sonoro que provocan la cercanía de los rieles y la arboleda tupida aumentaba entonces con la escasez de iluminación artificial pública. Asimismo, con el hermetismo de los tapiales y las rejas de hierro de los chalets, palacetes y edificios que colman la zona. Igualmente, con la ausencia de transeúntes y automovilistas en una época en que los vecinos se encerraban apenas caía el sol por terror a la avalancha de crímenes que parecía asolar la ciudad.
Desde ahí hasta la vivienda que Juan Manuel compartía con sus padres Guillermo y Marta, y sus hermanos Patricio, de 24 años, y Nicolás, de 18, hay siete cuadras. La víctima había llegado al área, como cotidianamente, después de cerrar el comercio familiar de ortopedia, ubicado ocho kilómetros al sur, en el barrio de Balvanera. Se ignora en qué punto comenzaron a perseguirlo y hostigarlo los captores. Puede presumirse que circuló sobre Avenida del Libertador, hizo dos cuadras por Ramallo, giró en Tres de Febrero, donde hay un paso a nivel ferroviario, y avanzó tres cuadras hasta el empalme con Pico, donde habría sido la emboscada.
Además del trabajo, la agenda del rehén incluía la preparación de su tesis final para la Licenciatura en Comercio Exterior por la Universidad de Belgrano, sesiones regulares de buceo —deporte que practicaba con entusiasmo desde hacía siete años—, clases de inglés y portugués, una especialización como instrumentista quirúrgico, la búsqueda de departamento para irse a vivir solo, una rutina en el gimnasio y una intensa vida social.
Quizás por necesidad de dinero, porque se sabían rastreados por las autoridades o por alguna pelea entre ellos, quienes estaban turbados de manera significativa eran los tres antagonistas, miembros de la famosa banda de los secuestradores VIP. Raúl Ezequiel Monti, alias Chirola, el cabecilla, tenía 23 años igual que el cautivo e iba en el asiento de atrás junto a este. Maximiliano Gustavo Pico, de 26 y apellido curiosamente homónimo de una de las calzadas del atraco, era el copiloto. Franco Augusto Gasperotti, de 24, estaba al volante. El líder tenía una pierna herida producto de un escopetazo recibido en un tiroteo con la Policía un mes y medio antes.
—Mamá, buscá toda la plata que tengas —dijo sereno pero con una gravedad inusual Juan Manuel a través del teléfono celular a las 20.45 dirigiéndose a Marta, que para atender había tenido que dejar en suspenso los preparativos de una cena en la que se sumarían las novias de Patricio y Nicolás, que llegarían con sus parejas de un momento a otro.
—Decime, Juancho, ¿cuánto dinero necesitás? —respondió con candidez la madre, dando por sentado que su hijo habría sufrido un imponderable irrisorio; por caso, un problema en el coche; como consecuencia, habría tomado un taxi y necesitaría efectivo para pagar.
—Juntala y salí a la calle, es en serio —insistió él, con una concisión que diluyó el equívoco de ella.
—¿Pero Juan, qué necesitás? —replicó la mujer mientras comenzaba a ahogarse en sollozos.
—Todo el dinero que haya en la casa —escuchó y la llamada, último diálogo entre madre e hijo, se cortó.
—¡Lo tienen a Juan, lo tienen a Juan! —gritó ella corriendo en busca de su marido, que en ese tiempo llegaba más temprano del negocio, pues meses antes había sido sometido a una operación en la que le habían colocado tres stents coronarios y el médico le había ordenado reducir drásticamente su jornada laboral.
Desde el lugar del rapto, el coche avanzó tres cuadras por la calle Pico, dos por Arcos, y una y media por la Avenida General Paz, sobre la cual se detuvo.
A las 20.50, de pie en la puerta de su chalet de tres plantas, tejas francesas negras, ladrillos vistos color cedro, balcón todo a lo ancho con baranda y balaustres blancos de cemento, y enfrentado con una rampa que desciende de la autopista central de la General Paz, Marta y Guillermo contemplaron aterrados el Civic estacionarse frente a la reja metálica gris de dos metros de altura, como de costumbre, pero ocupado por desconocidos que los miraban con vehemencia. En primer plano estaba Maximiliano Pico, que tenía el vidrio bajo; a continuación se distinguía el perfil de Franco Gasperotti, medio tapado por este; el cautivo tenía que ser alguna de las dos sombras que se vislumbraban en el asiento trasero a través del cristal.
El padre aspiró una bocanada de la brisa fresca que soplaba del noroeste y, abstraído de su frágil condición de salud, cruzó consternado los cinco metros que separan el frente de la vivienda y la reja exterior, salió por la puerta de barrotes de hierro, le entregó 300 pesos a través de la ventanilla al copiloto, que seguía dentro del vehículo, y acercó tanto como pudo el rostro para comprobar la presencia de su hijo. La maniobra, castigada por el receptor del dinero con un culatazo que destrozó los anteojos del pagador, le alcanzó a este para obtener la última estampa de su hijo vivo. En la penumbra del asiento trasero pudo divisar los ojos celestes, apacibles, y la prolija barba candado de Juan Manuel, rabiosamente encañonado por Monti.
—¡Esto no alcanza! —se exacerbó Pico apuntándole a Guillermo, mientras el jefe de la banda golpeaba al prisionero. La suma, equivalente a un tercio del salario mensual argentino promedio, era todo el efectivo que tenían los Canillas a su alcance. El corralito bancario vigente desde 2001 en todo el país había reducido al mínimo la circulación de billetes.
—Traé una cajita de té que tengo en mi cuarto con 700 pesos —instruyó el rehén al padre, pronunciando las últimas palabras entre ambos.
A las 21, el copiloto salió un instante del vehículo para tomar de manos de Guillermo, a través de los listones de la verja, la pequeña lata rectangular. Tras una ligera ojeada al contenido, el cobrador volvió al cupé, que retomó la marcha bramando, se alejó algo menos de cien metros, dobló por la calle Grecia y se escurrió por un túnel que cruza bajo la General Paz.
Un centenar de metros más allá, transitado el pasadizo, el Honda se encontró en la localidad de Florida, partido bonaerense de Vicente López. Avanzó cuatro cuadras por Zufriategui, hizo otra sobre 25 de Mayo, giró en Aguado y estacionó a mitad de cuadra. El vehículo había llegado a un punto tan recluido óptica y acústicamente como el del rapto. Aguado es una callejuela de 150 metros de longitud contorneada por inmuebles de hasta tres plantas. Está interrumpido en el extremo este por los tapiales del Club Banco Nación y en el oeste por el portón alambrado de una terminal de colectivos urbanos. Desde los otros puntos cardinales lo estrujan dos considerables recorridos de transporte paralelos: la Avenida General Paz pasa por el sur a 150 metros y las vías del Ferrocarril Belgrano Norte se despliegan por el lado opuesto a un tercio de esa distancia.
A las 21.10, el estrépito de una descarga de arma de fuego desgarró la rutina doméstica de los pobladores de la calle Aguado. La detonación habrá sido continuada por el rugido del Civic, que habrá arrancado frenético y doblado chillando por la arteria siguiente, 12 de Octubre. Sobre las baldosas de la vereda, boca abajo, víctima de un balazo calibre 9 milímetros gatillado desde la espalda en el corazón, con orificio de entrada, sin salida, más un corte en el cuero cabelludo y un golpe en una rodilla, agonizaba Juan Manuel.
«Eran las nueve y diez, escuché el disparo y salí al balcón», dijo Patricia, empleada de El Puente, hogar asistencial infantil ubicado allí. «Había un chico tirado casi en la puerta; era un charco de sangre; estaba en el piso, con pantalones negros, camisa blanca y un pulóver azul; todavía estaba vivo, pero murió cinco minutos después; salieron todos los vecinos y alguno llamó a la Policía; llegó la ambulancia, pero ya estaba muerto». El Puente pertenecía a la parroquia católica San Gabriel de la Dolorosa, distante ocho cuadras hacia el norte, en cuyo colegio, lindante con la iglesia, los tres hermanos Canillas habían cursado la escuela primaria y secundaria.
En simultáneo, a unos 300 metros de la escena del homicidio, del otro lado de la General Paz, los padres, en su vivienda, ignorantes del desenlace, le relataban lo ocurrido a Patricio, el primogénito, que acababa de llegar.
—Hicimos la denuncia a la Policía —recuerda Marta—; vinieron patrulleros y en un rato ya mi esposo y mi hijo mayor estaban en la comisaría.
«A las nueve y media de la noche me pidieron que fuera a la comisaría de Vicente López», refirió Guillermo; «me acompañó Patricio, mi hijo mayor».
Cerca de las 22, los últimos ingresaron a la Comisaría Segunda de Vicente López, situada tres kilómetros y medio al noroeste del lugar del asesinato. Ambos interpretaron como un presagio desesperanzador la actitud perceptiblemente compungida de los uniformados. Guillermo, por sus dificultades de salud, se abstuvo de la entrevista a puertas cerradas. «Papá, Juan ya no está con nosotros», lo abrazó Patricio, entre lágrimas, inconsolable, al reecontrarse. «No, estás equivocado», se obstinó Guillermo; «si es así, quiero ver el cuerpo», claudicó luego de algunos rodeos; «yo no puedo mirar a tu madre a los ojos y decirle que está muerto, si no lo vi muerto». Al instante, llegó una camioneta de la morgue. Para desentrañar la incógnita atroz que planteaba esa presencia en aquellas circunstancias, el padre se arrojó al vehículo y abrió las puertas. Frente a sus ojos quedó una camilla metálica con un bulto cerrado que aparentaba ser un cuerpo humano. «¡No es Juan, no es…!», gimoteó Guillermo; con un movimiento abrió la bolsa y vio a su hijo sin vida.
El Honda fue encontrado a la una de la madrugada cinco cuadras al este de la comisaría. Tenía un sistema de seguridad que apaga el motor de forma automática cuando detecta la presencia de extraños. El mecanismo se activó en ese sitio asombrosamente cercano a la sede policial y obligó a los rufianes a huir a pie. El vehículo carecía de sangre del damnificado, pero guardaba dos vestigios cruciales. Impresa en el estéreo de la radio había una huella digital de Chirola Monti. Caída en un recoveco se encontraba la llave del BMW robado con que los secuestradores habían dado alcance al rehén; este automotor fue hallado en la esquina de Tres de Febrero y Pico.
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—A mí nunca se me cruzó por la cabeza que lo podían matar —dice Marta Elsa Ghiglia de Canillas, tal el nombre completo de la mamá, a punto de empezar a cebar el mate amargo en el living de su domicilio actual, un piso altísimo del mismo barrio de Núñez—; si hasta cuando se lo llevaron le dije a mi marido que no se preocupara, que seguramente Juan Manuel iba a llamar en un rato avisando dónde estaba para que lo fuéramos a buscar; en ese momento solo había secuestros exprés; te hacían sacar dinero de los cajeros o te dejaban desnudo en algún lugar de la Panamericana, pero no pasaba de eso.
El perfil y los ojos celestes son los del hijo. Los diferencia el color de cabello: el lo tenía castaño y su progenitora, que lo usa corto, lo aclara hasta hacerlo rubio. Aunque acentúa que se considera una simple voluntaria, ella es vicepresidenta en dos entidades civiles destacadas: Madres del Dolor y Missing Children-Chicos Perdidos de Argentina. Mientras la mujer desovilla su relato, el sol inunda el ambiente ingresando por el amplio ventanal, a través del cual se ven el tránsito vehicular de la Avenida del Libertador, las tribunas del Club Defensores de Belgrano, los techos y las arboledas del Espacio Memoria y Derechos Humanos, antigua Esma, y la silueta de los veleros amarrados, a menos de un kilómetro, en el margen de la parda inmensidad del Río de la Plata.
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El Tribunal Oral Criminal 1 de San Isidro demoró seis años en decidir la suerte de los tres criminales, pero lo hizo con denuedo, pues les aplicó reclusión perpetua como coautores de homicidio calificado por alevosía, robo doblemente calificado por el uso de arma en poblado y en banda, y secuestro extorsivo.
El veredicto contra Monti, pescado además en otros 12 raptos, fue emitido en 2004. La resolución que sentenció a Pico y Gasperotti, que comprende otros dos hechos con rehenes, se divulgó en 2008. El dictamen referido al cabecilla incluye accesorias por tiempo indeterminado que impiden atenuantes como la libertad condicional. Este suplemento jurídico fue impuesto considerando «la alta peligrosidad del acusado, el hecho de que nunca se arrepintió, su desprecio por la vida, una conducta que pone en riesgo a toda la sociedad y la falta de capacidad para resocializarse». El líder ostenta en las fotos del juicio piel morena, cabeza rapada y hundida entre los hombros, y estatura escasa. Permaneció mudo y con gesto hosco durante todo el proceso, también al transcurrir la lectura de la sentencia, el aplauso de quienes llenaban la sala y los gritos de «asesino» que le dirigieron.
«El padre de Juan Manuel reconoció a Monti como uno de los que iban en el auto», dice el fallo; «las escuchas telefónicas determinaron que este habló con otras personas sobre la muerte del chico y que el caso no puede ser otro que el hecho que nos convoca», agrega. «Canillas presentaba un corte en el cuero cabelludo que podría haber sido por un culatazo. Juan Manuel, con la promesa de ser liberado, se habría dejado empujar fuera del auto y habría sido ejecutado a sangre fría, sin posibilidad siquiera de adivinar las intenciones de quien presionó el gatillo a sus espaldas. La hipótesis sería reforzada por la ausencia de sangre dentro del cupé y por la marca de un golpe en una rodilla de la víctima, tal vez provocada al ser arrojado del coche. Es posible que le hayan disparado cuando estaba de espaldas y de rodillas».
«Monti y sus cómplices mataron a Juan Manuel con alevosía», dijo el fiscal Hugo Celaya, «en forma traicionera y cobarde. Ese disparo fue un mensaje que este grupo de señores feudales, que se había adueñado de una parte del Conurbano y de la zona norte de la ciudad de Buenos Aires, envió para que los vecinos supieran qué les pasaría si se resistían».
El Tribunal Oral Criminal 17 de la Ciudad de Buenos Aires volvió a condenar en 2005 al jefe de la banda junto a otros seis secuestradores VIP, distintos de Pico y Gasperotti, por seis raptos más. La Cámara de Casación bonaerense ratificó en 2007 el castigo del cabecilla y en 2012 el de los otros agresores de Juan Manuel. La Suprema Corte provincial confirmó en 2016 la pena del líder.
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«¿Por qué lo hicieron, por qué mataron a mi hijo?», preguntó Marta Canillas entre lágrimas delante del Tribunal Oral Criminal 1 de San Isidro, mirando a Chirola. «A pesar de que el fallo resultó ejemplar y justo, el juicio me dejó una pregunta sin respuesta, ¿por qué?», reiteró Guillermo, también sollozando, después del dictamen; «Monti nunca dijo por qué mató a mi hijo».
—Este muchacho, Monti, no sabe a qué clase de persona le robó el futuro —reflexiona la madre—; Juan se tomaba en broma hasta su muerte; era un chico jovial, divertido, inquieto, alegre y muy querido.
—Si me toca irme, no me importa, me siento hecho por todo lo que he vivido —dijo el último, en una inconsciente y fenomenal premonición, meses antes de la tragedia, durante el festejo de su cumpleaños 23, dirigiéndose a su hermano Patricio. La reunión, con más de 70 invitados, fue en un tenedor libre de Núñez.
—Vieja, el día que yo me muera te vas a dar cuenta de la cantidad de gente que me quiere —continuó la broma de Juan Manuel, esta vez dirigiéndose a la madre, al soplar las velitas—; van a estar todos los minones que tuve en mi vida y también los amigos que no creen que esas mujeres disfrutaron de este cuerpito.
—En mi funeral quiero escuchar a Bob Marley —siguió el chiste del homenajeado mirando al otro hermano, Nicolás, que se vería obligado, desdichadamente, a cumplir la estrambótica solicitud ese mismo invierno. Durante el entierro, que se realizó en el cementerio privado Jardín de Paz, del partido bonaerense de Pilar, con la presencia de alrededor de 300 personas, la mayoría amigos del fallecido, Nico apoyó un reproductor de música sobre el césped y despidió a su hermano con una canción del jamaiquino. En el aire flotaba el perfume de hortensias, crisantemos, pensamientos y otras flores que adornaban el espacio.
—Todas las noches, no importa a qué hora llegara, Juan se acercaba a mi cama y me daba un beso en la pelada —recuerda Guillermo, un hombre introvertido y cordial de ojos marrones, anteojos y cabeza calva rosada, durante un homenaje de las Madres del Dolor dedicado a otra presa de la violencia—; cómo hago para olvidarme de esa imagen tan conmovedora.
—Si algunas vez me quieren robar el auto, lo entrego sin más —le dijo terminante dos días antes del homicidio el damnificado a su tío Daniel, hermano de Marta—; no me voy a hacer matar por nada.
«Estoy seguro», confirmó Patricio ante los jueces, «de que Juan Manuel no se iba a resistir».
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Como en tantos duelos reales y ficticios —Erik Lönnrot versus Red Scharlach, Juan Salvo versus los Ellos, Luz Nocturna versus los 40 ladrones— dentro del Honda Civic quizás se desarrolló una batalla mental o psíquica entre el cautivo y los secuestradores. Sus siete años de práctica del buceo, un deporte de alto riesgo que requiere óptimo estado físico y demanda similar relajación y concentración que disciplinas como el yoga, el taichi y otras comparables, pueden haberle dado a Juan Manuel una pizca de ventaja. Es factible, observando el sosiego con que actuó, que al rehén le resultaran familiares el repentino ahogo emocional al que lo sometieron, la austeridad de movimientos con los que tuvo que desenvolverse y la premura con que debió responder al entorno.
El hijo de Marta sabía por experiencia que, una vez sumergido, un error del buzo en su reserva de aire, la energía corporal, la profundidad, la presión, la temperatura y hasta la ansiedad, supone una circunstancia límite. Que incluso el nadador más avezado está expuesto a ahogamiento por sumersión —ingreso de líquido en las vías respiratorias—, como consecuencia de agotamiento, pánico o un síncope —desmayo breve—. Que las amenazas se multiplican con equipos de respiración y otros artilugios que favorecen la permanencia y el desplazamiento bajo el agua; porque a mayor profundidad, mayor presión sobre el aire de los pulmones, los oídos y el resto del sistema respiratorio; de manera que esos órganos se lesionarán o incluso estallarán si hay un desequilibrio entre ambas variables. Que una administración fallida del aire provocará intoxicación por exceso de oxígeno, nitrógeno o anhídrido carbónico. Con síntomas como irritabilidad, mareos, náuseas, calambres musculares, trastornos en la visión, desorientación, pérdida de reflejos y descoordinación. Y que si el deterioro continúa se producen convulsiones, el estado de coma y la muerte. Debido a todo esto, el rehén dominaba técnicas de rescate para anticipar desgracias, gestionar el estrés propio y ajeno, trasladar a un lacerado, practicar la reanimación e incluso manipular el desfibrilador, artefacto que normaliza el ritmo cardíaco mediante una descarga eléctrica.
Juan Manuel tenía discernimiento de que habitaba una zona asediada por el hampa y que su Civic rojo era una pieza de caza sumamente pretendida. Por eso había instalado en el vehículo el sistema que lo detendría en caso de robo. Además, desde luego, elucubraba que si padecía un secuestro extorsivo, tomando en cuenta el corralito bancario y la imposibilidad de extraer sumas cuantiosas de dinero de los cajeros automáticos, los captores probablemente lo llevarían a su vivienda.
Capaz, en el instante en que, bajo el destello plateado de la luna nueva del 12 julio de 2002, el joven se vio atrapado en su propio coche, consideró un escollo menor encontrarse el solo a merced de truhanes violentos, armados y nerviosos. Acaso razonó que el peligro mayor era para sus seres queridos. Tal vez dejó pasar deliberadamente la única oportunidad rotunda que tuvo de evadirse: el momento en que los secuestradores cobraron el rescate de manos de su padre. El prisionero sabía que si el automóvil reanudaba la marcha con el en su interior, aumentaba de forma exponencial la posibilidad de que le quitaran la vida, pues los delincuentes actuaban a cara descubierta. Por otra parte, habrá especulado con la pronta activación del mecanismo que detendría el Honda. La parálisis sorprendería a los captores que, subyugados por la confusión, a lo mejor decidían liberarlo.
¿Cabe la posibilidad de que el hijo de Marta, sin resistirse abiertamente, en una de esas limitándose a mencionar los numerosos dispositivos que resguardaban el chalet, haya intentado invertir los roles del drama?
–Teníamos todas las medidas de seguridad –dice la madre–; por ejemplo, en nuestra casa había rejas atrás, adelante, en los costados y en cada una de las ventanas; también teníamos una cámara, alarma y hasta pagábamos junto al resto de los vecinos seguridad adicional en la cuadra; entre nosotros nos decíamos que si veíamos a alguien sospechoso al llegar con el auto, teníamos que avisar y dar un par de vueltas antes de entrar al garaje.
¿Podría considerarse viable que el cautivo, psicológicamente, haya tenido de rehenes a los secuestradores VIP? ¿Que además haya efectuado un rescate, el de sus padres, sus hermanos y las novias de estos, que eran los únicos que podían conseguir más dinero u otros efectos de valor y, sin embargo, insólitamente, quedaron excluidos de los planes de los criminales? Al ser arrojado del auto, Juan Manuel quizás supo que de alguna manera había vencido, que su virtual estrategia de manipulación había sido exitosa. Entonces, el estrépito de una descarga de arma de fuego desgarró la rutina doméstica de los pobladores de la calle Aguado.
Fuentes
La voz de Marta es el hilo neurálgico para reproducir la tragedia. El narrador ha compartido con ella numerosas oportunidades. También ha coincidido con Guillermo, Patricio y Nicolás. Los demás miembros de la ACMdD recordaron igualmente detalles que completan la historia.
El autor caminó de manera repetida el trayecto del coche, que puede reconstruirse siguiendo el sentido de las calles. La observación directa fue ambientada con el pronóstico meteorológico («El tiempo», La Nación), que anticipa luna nueva, niebla y nubes; una máxima de 15 grados; y viento noroeste de hasta 20 km/h.
La causa judicial (Canillas, Juan Manuel…) fue consultada en sus apartados fundamentales. Los desarrollos de Alicia Rebollar (caps. 2, 3 y 4), Cecilia de Vecchi (cap. 4) y Llorens/Moreno (pp. 395-400) contienen asimismo aportes valiosos.
La conjetura de que Juan Manuel fue lastimado al comenzar el secuestro se basa en revelaciones de la Policía: «Eran muy violentos. Después de abordar a sus víctimas las golpeaban duramente. A culatazos les rompían la boca o la cabeza.» («Buscan a…», Clarín).
Que Chirola estaba herido en una pierna fue dicho por los detectives: «Monti era buscado desde el 24 de mayo último, cuando se escapó a los tiros de su casa en el Parque Peró, un barrio cerrado de Del Viso donde vivía con su familia. Allí recibió un escopetazo en una pierna cuando la Policía Federal lo cercó en uno de los accesos al predio» (Cappiello, Hernán…, La Nación).
Respecto del valor de los 300 pesos, una noticia de la época precisa: «[en la Argentina] en promedio, el sueldo de los trabajadores registrados es de apenas 230 dólares mensuales» («Los sueldos…», Clarín). Una fuente oficial completa: «la cotización promedio del dólar en la segunda mitad de 2002 fue de 3,60 pesos» (La Economía…, Ministerio de Economía).
El testimonio de Patricia, la empleada de El Puente, está en los diarios («Se pagó…», La Nación).
El hallazgo del cadáver por parte de Guillermo fue relatado por el y Patricio en el juicio contra Monti: «Patricio Canillas contó que él acompañó a su padre a la comisaría 2ª de Vicente López, donde le informaron que Juan Manuel había aparecido muerto. ‘Yo no puedo mirar a tu madre a los ojos y decirle que está muerto si yo no lo vi muerto’, relató el joven que le dijo Guillermo. Entonces ocurrió algo terrible, relatado por el padre de Juan Manuel. Explicó que cuando salieron de la comisaría, junto a su auto vieron una camioneta de la morgue. Guillermo recordó llorando que abrió las puertas, destapó un cuerpo que yacía sobre una camilla metálica, y vio que era su hijo.» («El padre…», Clarín). Además, Guillermo contó el episodio en diálogo con la prensa: «Mi hijo salió de un despacho y me dijo: ‘Papá, Juan ya no está con nosotros’. Le respondí que no, que se había equivocado. No me dejaban verlo, pero descubrí la camioneta de la morgue judicial y corrí hasta ella. Estaba en una bolsa de plástico, la abrí y grité desesperado: ‘No es Juan, no es…’. Pero era, desgraciadamente…» (Braillard, Miguel…, Gente).
Missing Children – Chicos Perdidos de Argentina (Missingchildren.org.ar) es una asociación civil fundada en 1999 por mujeres de la Capital Federal y el Conurbano que se inspiraron en el proyecto homónimo de Estados Unidos (Missingchildrensnetwork.ngo). El fin es ayudar a encontrar a niños extraviados.
El veredicto contra Monti tuvo gran eco en la opinión pública (Carabajal, Gustavo…, 11/9/2004; De Corso, Leonardo…, Clarín; Rodríguez, Carlos…, 11/9/2004). La condena contra Pico y Gasperotti cerró el caso (Carabajal, Gustavo…, 29/10/2008).
Que Pico sea el apellido de uno de los criminales y el nombre de una de las calles del abordaje es sugestivo. Tal vez eligieron el sitio como una cábala, chanza o frivolidad. «Conocían todos los recovecos para escapar a la provincia», según los investigadores; «por ejemplo, el túnel de la calle Grecia que pasa por debajo de la General Paz» («Una banda…», Página 12).
La cita de héroes de Las mil y una noches (Luz Nocturna, en Alí Babá y los 40 ladrones), Jorge Luis Borges (Erik Lönnrot, en La muerte y la brújula, en Ficciones) y Héctor Germán Oesterheld (Juan Salvo, en El Eternauta) intenta un humilde homenaje.
La equiparación del buceo con el yoga, el taichi y otras prácticas semejantes es frecuente (Martín, Gloria…, Marca.com; «Taichi bajo…», Bajoelagua.com).
El planteo sobre qué pudo ocurrir a bordo del Honda Civic se apoya en el testimonio de los Canillas, desarrollos del Instituto Argentino de Actividades Subacuáticas (Iaas.com.ar), la causa judicial y la prensa (Braillard, Miguel…, Gente; Carabajal, Gustavo…, La Nación; «El padre…», Clarín; Galván, Carlos…, Clarín; Rodríguez, Gastón…, Tiempo Argentino; Rodríguez, Carlos…, Página 12).
Bibliografía
Libros
Anónimo. Las mil y una noches. Longseller, Buenos Aires, 2015 (siglo XII d. C.).
De Vecchi, Cecilia. En tu nombre. Dunken, Buenos Aires, 2015.
Hernández, José. Martín Fierro. Terramar, Buenos Aires, 2007 (1872-1879).
Llorens, Marc, y Moreno, Marina. El secuestro en Latinoamérica. Los ojos de la víctima. Edición propia, Madrid, 2008. En Losojosdelavictima.wordpress.com.
Oesterheld, Héctor Germán. El Eternauta. Doedytores, Buenos Aires, 2007 (1957-1959).
Academia
Rebollar, Alicia Irene. Mucho más que dolor y lazos de sangre. El activismo de las víctimas en la Asociación Madres del Dolor (tesis de licenciatura en Antropología Social, Universidad Nacional de San Martín). Dunken, Buenos Aires, 2019.
Santamaría, Rosana ¡Justicia a la Justicia! Estudio etnográfico sobre los reclamos de justicia de la Asociación Civil Madres del Dolor. Tesis de Maestría en Antropología Social. Universidad Nacional de San Martín, Argentina, 2014.
Trincheri, Marcela Inés. Las concepciones de derechos humanos que subyacen en las praxis de las organizaciones de familiares de víctimas de la violencia institucional surgidas en democracia. Tesis de Maestría en Derechos Humanos. Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales, Universidad Nacional de La Plata, Argentina, 2013.
Documentos
Canillas, Juan Manuel s/secuestro extorsivo. Causa 47573/2002. Tribunal Oral Criminal 1, San Isidro, provincia de Buenos Aires. Sentencias del 10/9/2004 y el 27/10/2008.
La economía argentina durante el año 2002. Ministerio de Economía de la República Argentina. En Mecon.gov.ar/Política Económica, Buenos Aires, s/f.
Prensa
«Buscan a once ladrones de una banda de zona norte». Clarín, Buenos Aires, 16/7/2002.
Braillard, Miguel. «Sólo cuando condenen a todos sus asesinos, nuestro hijo podrá descansar en paz». Gente, Buenos Aires, 15/7/2005.
Cappiello, Hernán. «Cayó el jefe de los secuestradores VIP». La Nación, Buenos Aires, 3/8/2002.
Carabajal, Gustavo. «Condenas a prisión perpetua por el asesinato de Canillas». La Nación, Buenos Aires, 29/10/2008.
——————. «Una condena ejemplar». La Nación, Buenos Aires, 11/9/2004.
De Corso, Leonardo. «Perpetua para el jefe de la banda que secuestró y mató a Canillas». Clarín, Buenos Aires, 11/9/2004.
«El padre de Canillas contó cómo descubrió el cadáver de su hijo por casualidad». Clarín, Buenos Aires, 3/9/2004.
«El tiempo».La Nación/Economía y Negocios, Buenos Aires, 12/7/2002.
Galván, Carlos, y Aizpeolea, Horacio. «Dolor en el sepelio del joven asesinado tras su secuestro». Clarín, Buenos Aires, 15/7/2002.
«Los sueldos argentinos son los más bajos de Latinoamérica». Clarín/Economía, Buenos Aires, 19/11/2002.
Martín, Gloria. «Yoga submarino». Marca.com, Madrid, 10/10/2017.
Rodríguez, Carlos. «De los secuestros VIP a una cárcel común». Página 12, Buenos Aires, 11/9/2004.
Rodríguez, Gastón. «‘Quiero que los asesinos de mi hijo sigan vivos, porque la muerte es liberadora'». Tiempo Argentino, Buenos Aires, 8/7/2012.
«Se pagó el rescate, pero lo mataron». La Nación, Buenos Aires, 14/7/2002.
«Taichi bajo el agua». Bajoelagua.com, Madrid, s/f.
«Una banda VIP al banquillo». Página 12, Buenos Aires, 23/7/2002.
Internet
Auto-data.net
Facebook.com/Madresdeldolor
Iaas.com.ar
Madresdeldolor.org.ar
Missingchildren.org.ar
Missingchildrensnetwork.ngo
Soymotor.com
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Poema
¿Qué hará María? En la tierra / ya no se arraiga su vida / ¿Dónde irá? Su pecho encierra / tan honda y vivaz herida, / tanta congoja y pasión, / que para ella es infecundo / todo consuelo del mundo, / burla horrible su contento; / su compasión un tormento; / su sonrisa una irrisión.
Estos versos del poema La cautiva, de Esteban Echeverría, rinden homenaje a las mujeres que padecen la violencia ejercida sobre ellas y los suyos. Las heroínas de la presente crónica fueron ciudadanas, trabajadoras y amas de casa anónimas, hasta que la tragedia les asignó un bautismo inesperado: Madres del Dolor.
Citas y signos
La forma de reproducir los dichos de otros suele cambiar con los autores, los géneros y las tradiciones. Por eso, quizás sea útil explicitar el criterio aplicado en esta narración, que involucra dos signos ortográficos:
- El guion de diálogo o raya (—): Acompaña las declaraciones recogidas personalmente; esto quiere decir, producto del contacto del autor (también podría ser un colaborador suyo) con alguien; sea cara a cara o mediante algún sistema de comunicación, como por ejemplo el teléfono o internet. Estas citas son directas cuando refieren palabras del propio entrevistado e indirectas cuando reproducen los dichos de alguien contados por un tercero. Una función alternativa de la raya en la presente crónica es encerrar conceptos u oraciones aclaratorios.
- La comilla («): Se ha aplicado en las alocuciones extraídas de distintos registros materiales. La bibliografía anexa propone estas categorías: libros, academia, documentos, prensa, internet y audiovisual. Es el único cometido de la comilla en la historia.