Las heroínas de esta crónica fueron mujeres, ciudadanas, trabajadoras y amas de casa anónimas, hasta que la tragedia les asignó un bautismo inesperado: Madres del Dolor.
Por Lucio Casarini (cronista) y Daniela Díaz Arz (ilustradora)
Kimberley Corman, una joven encantadora de 19 años, cabello castaño, pupilas celestes y mirada nostálgica, maneja su camioneta Chevrolet roja de cinco puertas por la Ruta 23 hacia unas vacaciones en las playas de Daytona, estado de Florida. Es una mañana primaveral idílica. Comparte la aventura con tres socios de su edad: la hilarante Shaina, de melena dorada, que va de copiloto, y Dano y Frankie, dos sabandijas también rubios que bromean en el asiento trasero. La radio aúlla con Carretera al infierno, rocanrol de ACDC. Suena el teléfono y por el altavoz se escucha al padre de la que va al volante, que, consternado, suplica a esta buscar ayuda para arreglar una pérdida de líquido de frenos. Tras la comunicación, Shaina sugiere a la morocha relajarse con el argumento de que todo irá bien. Sin embargo, en el tablero titila una luz púrpura que confirma el desperfecto. Dano, entre risas, enciende un porro de marihuana que convida al otro chango. La conductora, sofocada por la fragancia intensa, protesta y les recuerda normas acordadas para la travesía.
El tráfico hierve sobre la cinta asfáltica, que se encuentra muy húmeda, como si recién acabara de llover. Un camión gris de porte considerable repleto de troncos enormes amarrados con cadenas oxidadas se adelanta salpicando el entorno. Kimberley da un respingo al divisarlo y maniobra para cederle el paso. La chica hace una mueca de estupor un instante después al rebasar otro vehículo de carga, color marfil, cuyo chofer va ingiriendo por el pico una botella que parece de cerveza; «tome con responsabilidad», dice la caja cerrada del transporte; en la puerta lleva impreso Hice Pale Ale, marca de la misma bebida alcohólica. Una moto Kawasaki 750 negra pasa zumbando a velocidad fenomenal. Una mujer timonea una furgoneta blanca fumando y hablando por teléfono; con una mano sostiene el manubrio y un cigarrillo, con la otra el celular. Un Ford Mustang azul precede la Chevrolet despidiendo humo espeso por el caño de escape; Frankie se asoma por la ventanilla y le grita algo al respecto al automovilista, un veinteañero que, absorto, escucha una melodía de rap mientras acerca con disimulo una mano a la nariz para aspirar un ápice de algún narcótico.
Esta secuencia de Destino final 2, episodio de la popular saga hollywoodense, desembocará al cabo de segundos en una de las catástrofes viales más espeluznantes de la cinematografía. El cataclismo detonará al romperse las ataduras del remolque cargado de leños. Otro cuadro célebre del rodaje ocurre un rato más tarde, al descomponerse un ascensor con tres pasajeros, entre ellos una señora que resulta guillotinada mecánicamente entre las puertas del cubículo de forma tan sobrecogedora como bizarra. Sin dejarse arredrar por el matiz sangriento de las imágenes detalladas, Silvia Fredes y su hija Martina Miranda las habían contemplado varias veces, igual que el resto de la antología de Destino final, constituida por cinco films, y también la de Pesadilla, compendio asimismo yanqui que hizo época con nueve largometrajes.
—Siempre veíamos juntas películas de terror —recuerda la madre—; era nuestro momento, compartir con Martu —apodo de la adolescente— el gusto por el mismo género; Destino final y Pesadilla eran los mejores clásicos para nosotras; las dos colecciones están en la biblioteca de casa; nos sentábamos juntas a verlas en su computadora o en Netflix; ella las podía repetir mil veces; algunos dicen que las historias de miedo llenan de energía negativa; no sé si será así; compartíamos algo que nos entretenía tanto que lo demás no nos tocaba; a nosotras nos atraían, a Oscar no —menciona con humor al marido—; ella siempre asustaba al padre con alguna escena, como la de Bruce Willis, esa que dice: veo gente muerta; o se le aparecía con todo el pelo hacia adelante, como en La llamada.
Martina Camila, de 16 años, era el único retoño de Silvia Andrea y Oscar Horacio, alias Cacho, cónyuges originarios de la ciudad de Mendoza que a poco de casarse habían emigrado a Buenos Aires en pos de sus anhelos. La familia se completaba con Tibon, un caniche toy negro traído por las gaviotas como cachorrito cuando la mocosa tenía tres. Todos habitaban un departamento del edificio en el que el hombre trabaja como encargado, en el barrio porteño de Villa Crespo. La menor había cursado la primaria en la Escuela Francisco de Vitoria y estaba haciendo la secundaria en el Colegio Divino Rostro, ambos situados en los alrededores. El primer empleo porteño del padre fue en el área de mantenimiento del Hospital Italiano. La mamá, aunque maestra jardinera de profesión, se desempeñaba como recepcionista en un albergue geriátrico.
—Fue buscada, fue esperada; era hija única y adoraba serlo; yo amaba concentrar la atención solo en ella —dice Silvia, de ojos marrones y cabello color ébano, lacio y suelto, tras depositar en la mesa una fuente con dos vasos y varias latitas de gaseosa—; la virtud más grande que tenía era su corazón enorme; vino a este mundo a llenarnos de amor.
—Nunca fue egoísta, ella daba —destaca Oscar, de pelo y barba tono ceniza, cortos pero nutridos, y una chispa en sus ojos oscuros, sosteniendo una taza de café apoltronado en el sillón—; antes de dormir, desde muy chiquita, siempre nos decía que nos amaba y que soñáramos con los angelitos o con Diosito.
El matrimonio charla en su living, en un octavo piso. El aparador, que acoge las hileras de DVD de los films citados, es presidido por una autofoto de Martu disparada mediante un bastón o brazo extensible. Ella y sus padres sonríen de pie, descalzos, en la arena clara, con el mar y el cielo de fondo. La piba, de ojos marrones, cabello liso de tinte roble intenso y piel morena, es mediana de contextura y viste musculosa celeste. El matrimonio, de rasgos similares, la escolta. Cacho, a su diestra, con el torso desnudo y bronceado, ostenta un sombrero Panamá blanco. La madre, a mano izquierda de la retratadora, luce anteojos de sol y una blusa negra que deja los hombros expuestos.
—Llevaba una cadenita de oro que decía Martina, el padre se la había regalado para los 15; una tía le había conseguido la misma en plata —comenta Silvia, integrante de la Asociación Civil Madres del Dolor—; era muy amiguera; en el secundario formaba un grupo de varias compañeras, de las cuales tres, Florencia, Agustina y Micaela, venían con ella de la primaria; en el colegio se agregaron tres más, Nachi, Fiorella y Natalia; andaban juntas para todos lados, iban a los cumpleaños de 15.
Martu ostentaba cuatro tatuajes, un antojo adicional que compartía con Silvia. Cuando terminó la primaria se puso «let it be», título de su canción favorita, en la muñeca izquierda, del lado de la palma. Después, «brave», valiente en inglés, en el antebrazo derecho. A continuación, un ancla en la muñeca de la misma extremidad, a un costado. Se hizo el cuarto la última semana: la mano de Fátima, emblema de origen árabe, en la espalda llegando a la nuca, con retoques que faltaban.
—Franco es el único novio que tuvo; empezó diciendo que era un amigo que venía a casa, para después confesarnos que estaba saliendo —revela la madre—; ella era un sol, nuestro sol; siempre sonreía; no tengo una foto en la que no aparezca alegre o no tenga ese brillo en los ojos, muestra de que era dichosa; a veces me preguntan sobre su último día, si modificaría algo; sí, cambiaría el final si pudiera; pero sé que fue feliz.
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El astro mayor estaba en el cénit y la temperatura atmosférica rondaba los 30 grados cuando, el sábado 13 de febrero de 2016, Martina y su secuaz Florencia tomaron el colectivo 65 hacia el predio Cinemark Caballito, situado cerca de dos kilómetros al sur del hogar de los Miranda. El micro rodeó el Parque Centenario y las dejó a metros del Parque Rivadavia. Gansos blancos de picos y patas naranjas graznaban en el lago central del primero, sazonado con el aroma de ceibos, tipas y paraísos, mientras tordos, golondrinas y chajás competían por el universo sonoro, y transeúntes, vendedores y deportistas de toda edad y condición disfrutaban de un espléndido día de verano.
Las doncellas iban por cuatro boletos anticipados con el fin de gambetear la previsible cola de público y sobre todo para chusmear mano a mano un asunto crucial. A la medianoche ambas ingresarían en su primer Día de los Enamorados con un caballero: Martu estaría con Franco, asimismo de 16, y Flor con su tórtolo, Nicolás. Exhultantes, una vez en el cine, ellas eligieron la función de las 20.45 de la película Niño, estreno estadounidense de terror, para variar, y luego emprendieron el regreso en el mismo transporte.
Un rato antes del ocaso, que ocurrirá a las 20.15, el din don del timbre advirtió a la hija de Silvia y Oscar que los otros tres de la partida la esperaban en la calle. La silueta grácil y vivaz de Martu, con su metro y 57 centímetros de altura, y 43 kilos de peso, vestía remera a rayas horizontales negras y blancas, short de jean azul, zapatillas Adidas negras con las tres tiras albas, zoquetes asimismo blancos y una mochila negra.
—¿Cuándo vas a usar la otra cadenita? —preguntó la madre.
—El día que me saque esta no me la vuelvo a poner más —desafió con picardía la hija tocando la de oro, mientras besaba a Silvia por última vez en su vida.
—Que la pasen lindo, después mandame un mensaje —dijo esta, que al cabo de un momento oyó el ring del teléfono móvil.
—Decile a papá que el ascensor se trabó, me bajé y subí al otro —escuchó la voz de Martina—; parecía Destino final —chanceó y ambas se rieron.
Un santiamén demoró Cacho en arreglar el elevador y seguidamente caminó junto a su mujer a la parada del colectivo 15, en el que ella partió rumbo a El centavo, asilo de adultos mayores con sede dos kilómetros y pico al noreste, en los contornos de Plaza Italia. Silvia tenía asignada la noche de los feriados y los viernes, pero la centinela de los sábados y domingos se encontraba de receso, y le habían pedido reemplazarla.
San Valentín inspiraba en simultáneo a otros para una velada romántica. A las 21, Sergio Damián Villanueva y Fátima de los Ángeles Pizarro emergieron en su automóvil de una torre del distrito de Villa Santa Rita, tres kilómetros y medio al sudoeste de la casa de Martina. Quizás el muchacho de 22 años iba al volante del Chevrolet Corsa gris perla de cuatro puertas y vidrios polarizados, patente MBN-090, aunque la propietaria era ella, de 42. Con exactitud, la mujer tenía cédula azul, permiso de uso, pues el rodado figuraba a nombre de Guillermo Domingo Ferraro, el difunto marido, víctima años antes, según trascendidos, de una enfermedad terminal.
Las diferencias entre Damián y Fátima, dueña asimismo del departamento en el que convivían, eran compensadas por al menos un factor en común, la zona, pues la vivienda de la familia de el, integrada por los padres y una hermana de 12 años, quedaba en las inmediaciones. El local de autopartes del progenitor del chaval, donde este quizás ejercía algún oficio, se encontraba un tramo más lejos, sobre la avenida Warnes. Fátima era empleada del organismo de recolección y reciclado de residuos, Ceamse, donde vestía uniforme azul y chaleco fluorescente.
Como a las 23, luego de retornar del cine en el 65, Martina, Franco, Florencia y Nicolás se detuvieron un momento en el hogar de la primera para recoger algo que ella había olvidado, un regalo para su galán, una bolsa de chocolates tipo Rocklets.
—Vamos a Plaza Armenia, donde hay otros conocidos —informó Martu a Oscar en la puerta del edificio; el cuarteto se desplazaba a pie; el padre había bajado con el perro; el cabello de la hija flameaba sutilmente por efecto de la brisa del sur.
—Cuidate —le contestó Cacho y la besó, sin saber que nunca volvería a hacerlo.
—Te amo —lo descolocó ella pronunciando en volumen regular una frase habitualmente restringida al ámbito íntimo.
—Se despidió de vos —dirá Silvia a su esposo considerando el desarrollo posterior de los acontecimientos—; de manera inconsciente; el te amo era muy nuestro, no era una expresión que ella pronunciara delante de los pares o del novio.
El 14 de febrero debutó con una luna llena descomunal en el firmamento estrellado y una multitud en el paseo elegido por Martina y compañía, situado un kilómetro y medio al noreste de la vivienda de la joven, en el barrio de Palermo. La gente hacía fila en cada restaurante, pub y puesto de artesanos. El brindis fue en la tasca La lechería, refugio cálido al que habían ido unas cuantas veces. A metros, en la vereda del mismo bodegón, también chocaron copas Damián y Fátima, que desconocían a la dueña de Tibon y los demás.
Silvia, en El centavo, hizo la ronda de la medianoche, observando los dormitorios y garabateando anotaciones de rutina en una planilla. A las 5.30 debía reiterar el procedimiento. A las 6.27 sería el amanecer, justo antes de que empezara a llegar el personal responsable del cuidado y los servicios.
En el exterior de La lechería, en algún momento de la madrugada hubo una controversia entre Damián y Fátima que impulsó a la mujer a irse sola en taxi. A las tres, el guardia de la torre de Villa Santa Rita la vio bajar del vehículo de pasajeros e ingresar a su domicilio.
—¿Todo bien? ¿por dónde andás? —telefoneó Silvia a la hija alrededor de las cinco.
—Sí, Má, vamos a dejar a Florencia, después pasamos por lo de Franco y el me acompaña hasta la puerta —contestó, describiendo un recorrido de pocas cuadras, pues la amiga y el muchacho eran de las proximidades. Florencia vivía más o menos en Velasco y Malabia, Franco cerca de Corrientes y Aráoz, y Martina por Julián Álvarez y Camargo.
—Te amo —se despidió la madre.
—Yo también —respondió la chica, pronunciando las palabras finales entre ambas por siempre jamás.
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Transcurridos algunos minutos, a las 5.10, tañó el ring del celular de Silvia.
—¡Atropellaron a Martina, era un Corsa gris cuatro puertas, vidrios polarizados! —vomitó un alarido masculino adolescente, repitiendo el argumento sin cesar.
—¡Franco, decime si respira! —se atribuló ella luego de restablecer la conexión, interrumpida con brusquedad.
—¡No me dejan arrimarme! —se angustió el joven—; ¡era un Corsa gris cuatro puertas, vidrios polarizados! —retomó el estribillo enardecido—; eeeeee…, eeeee…, Julián Álvarez y Corrientes —balbuceó identificando el lugar, tras incontables diálogos confusos y comunicaciones fallidas—; no, no, no, no, Scalabrini Ortiz y Vera —corrigió cuando Silvia insistió a solicitud de Cacho, que advertido telefónicamente por su esposa había salido eyectado de la cama y corrido hasta la primera coordenada. La segunda posición, que es la correcta, queda a cuatro cuadras del hogar de los Miranda.
«El semáforo estaba en rojo», declarará Franco, para significar que el y su novia cruzaban bien; «a pocos metros de separarme del cordón vi venir un Chevrolet Corsa gris a gran velocidad, aparentemente con dos ocupantes de sexo desconocido». Los novios caminaban por Vera con sentido norte-sur sobre la senda peatonal de la derecha. El coche recorría Scalabrini con rumbo este-oeste. «Me detuve pensando que Martina había hecho lo mismo, pero ella avanzó sin mirar el auto, que la embistió de lleno, la arrojó por encima algunos metros y escapó».
«Era un Corsa gris, para mí pasó en rojo», cerciorará Matías Leandro Andina, de 25 años, otro peatón; «venía bastante rápido, la frenada fue extensa, no hizo ninguna maniobra evasiva, siguió de largo; la chica salió para la izquierda, quedó sobre la doble raya central [amarilla que divide ambos sentidos de Scalabrini]».
«Escuché un fuerte impacto», narrará el cabo Daniel Gómez, vigilante de la jurisdicción, que corresponde a la Comisaría 27; «me acerqué caminando, observé una chica tirada en el pavimento y percibí la aceleración de un rodado por Scalabrini hacia Corrientes».
«Atisbé en medio de la avenida a una persona de sexo femenino tendida sobre la cinta asfáltica», recordará el inspector Diego Moreno, que se acercará alertado por Gómez; «estaba a algunos metros de la senda peatonal en posición decúbito ventral con las piernas flexionadas, sin movimiento corporal».
«La División Ingeniería Vial Forense midió 27 metros de frenada y calculó en 74 kilómetros por hora como mínimo la velocidad del Chevrolet», dirá el fiscal Eduardo Enrique Rosende; «la huella empezaba apenas iniciado el cruce de la calle Vera y terminaba transcurrida la intersección y la senda peatonal».
«Scalabrini tiene dos sentidos de circulación, este-oeste y oeste-este, con dos carriles por mano; Vera tiene un sentido, norte-sur», describirá Moreno; «ambas arterias se encontraban en buen estado, la iluminación artificial aceptable, las sendas peatonales claramente demarcadas, ningún elemento obstaculizaba la visual de caminantes y automovilistas».
—La colisión está filmada —destaca Gabriel Norberto Becker, abogado de los Miranda—; la cámara de seguridad del Banco Piano de Scalabrini Ortiz 381 hizo el mejor registro; el auto continuó, dobló en contramano por Corrientes y volvió a girar por Malabia hacia Camargo.
«No se pudo visualizar en los videos la patente del rodado», establecerá el peritaje del Centro de Monitoreo Urbano de la Policía Metropolitana, que analizó medio centenar de cámaras de seguridad, incluidas algunas estatales.
«Lesiones con o contra superficie dura [la trompa, el parabrisas, el asfalto] al ser arrollada por vehículo en movimiento», observará en la damnificada la doctora Marina Andrea Ragaglia, perito policial. «La muerte fue producida por contusión y hemorragia encéfalo meníngea», determinó la autopsia de Roque Omar Nigro, médico forense, «con traumatismo de cráneo».
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«Soy amigo de una pareja, Fátima Pizarro y Damián Villanueva», dijo una voz anónima en diálogo telefónico con la Policía la octava jornada de búsqueda infructuosa del criminal y el coche; «el 14 de febrero estaban en la zona de Palermo por el Día de los Enamorados; discutieron y Fátima volvió sola en taxi a su departamento; Damián lo hizo en el vehículo de ella y le dijo que había chocado o matado a alguien, lo que provocó una nueva pelea; a los dos días el muchacho apareció ahorcado en su casa; el auto es un Chevrolet Corsa color gris plata; tiene daños en el paragolpes, el capot y la óptica; ella me pidió que cambiara una rueda y preferí no hacer nada», agregó el individuo, mecánico de oficio, dedujeron los investigadores; «parecía el modelo del accidente que había visto en los medios comunicación.»
«Pizarro y Villanueva salieron a las 21 en el coche del domicilio de ella y volvieron separados, la mujer en taxi a las tres y el muchacho en el vehículo a las cinco», sintetizó Rosende; «en el trayecto atropelló a Martina; parece razonable unir el lugar del hecho y el edificio en 20 minutos; el carro tenía el parabrisas fragmentado en ese sector; hundidos parante, capot, guardabarros y paragolpes, y fuera de lugar faros correspondientes; en la parrilla había una fibra símil pelo humano, igual morfológicamente al de Martina; el bulbo carecía de material genético suficiente para comprobarlo; en el zócalo externo inferior de la puerta del conductor y el vidrio delantero externo había manchas pardo rojizas, aunque igualmente escasas para un perfil genético.»
«Villanueva manejaba sin la debida diligencia, excedido de velocidad y sin mantener el control del coche», enumeró Alberto Julio Baños, titular del Juzgado Nacional de Instrucción 27, para esclarecer la trama del homicidio y posteriormente dirimir: «se quitó la vida, la acción penal se ha extinguido y dictaré sobreseimiento.»
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Franco sostuvo la versión de los dos pasajeros ante autoridades y seres queridos. Sin embargo, puede ser que el vértigo del trance u otros factores, como los cristales oscuros del vehículo, distorsionaran la vista o la memoria del novio de Martina. Sea como fuere, su deposición exhibe uno de los cabos sueltos de la tragedia.
¿Damián viajaba acompañado en el instante del crimen? ¿Por qué circulaba tan descomedido? ¿Qué hizo después de que Fátima se fue del bar? ¿Qué pensó ella al cederle el auto? ¿Por qué la mujer luego ocultó el rodado? ¿Cómo era el vínculo de la pareja despareja? ¿Cómo era la relación entre el muchacho y su familia? ¿Qué llevó al conductor a inmolarse? ¿Qué incumbencia vale a cada uno en lo sucedido?
—El asesino tenía problemas de adicciones, entradas y salidas de granjas —dice Silvia—; además, esa noche, antes de matar a nuestra hija, estuvo tomando cerveza en la vereda del mismo bar, brindando con la novia; lo vi en fotos de Facebook; estaban ahí de pura casualidad, no conocían a Martu.
—Había chupado —asiente Becker—; no conservó el dominio del coche, venía loquito; quizás estaba empastillado, porque encima era psiquiátrico; habían reñido en Palermo, en el bar, habían discutido; a continuación se siguieron peleando en el departamento; se armó una podrida terrible.
«Empleados de seguridad debieron intervenir ante el llamado de una vecina a la Policía por gritos y signos de violencia entre Fátima y Damián», refirió uno de los guardias del edificio. «Intervine cuando la mujer se comunicó para pedir ayuda», testificó otro, «dijo que era golpeada por su pareja».
«Aunque Fátima intentó evadirse con el auto cuando el personal policial la esperaba en la vía pública con orden de allanar y secuestrar, no será imputada de encubrimiento», arguyó Rosende; «rige exención de responsabilidad por amistad, del tipo convivencia íntima; teléfonos celulares y cartas denotan relación sentimental y convivencia entre Fátima y Damián, con intenciones de concebir un hijo».
—Ella no era madre, que yo sepa; quizás estaba urgida por este asunto y presionó a Villanueva —razona Silvia—; a los dos meses de haberse matado el homicida, en Facebook vi una foto de ella con un compañero nuevo, no tan joven como el otro; el mismo tipo la ladeaba cuando la cruzamos después en los pasillos de los tribunales y ella bajó el rostro; la mujer era alguien grande que cometió la irresponsabilidad de dejarle la llave a un sujeto que tenía quilombos y había bebido; después escondió el coche, lavó la sangre, no avisó al seguro ni a la Policía y fue al taller para adulterar la evidencia; cuando el choque apareció en las noticias, tenía cómo comunicarse; la vida de Martina era irrecuperable, pero tal vez hubiese salvado a su novio; evidentemente, la integridad de el tampoco le importó.
—No sé si la familia Villanueva alguna vez sintió lo que su hijo había hecho —plantea Oscar—; los padres nunca nos buscaron para pedirnos perdón, mirarnos a la cara; tampoco salieron defender a su pibe en ningún lado, a decir algo; tuvieron la posibilidad de hablar con el durante dos días; por algo decidió quitarse la vida en el domicilio de ellos.
«Damián falleció la medianoche del 15 de febrero», según el fiscal; «fue encontrado muerto por ahorcamiento en una habitación de la casa; terminó con su vida colgándose de una cinta; los allegados únicamente dijeron que tenía problemas con su pareja, Fátima, sin mayores datos; la comisaría 50 [la más próxima al inmueble de los Villanueva] inició un sumario por presunta instigación al suicidio».
Fuentes
El diseño de la tragedia parte del relato de Silvia, una narradora sagaz. Oscar es menos verborrágico, pero de perspicacia aguda. Gabriel Becker brindó la mayor generosidad para desentrañar aspectos legales. El resto de los miembros de la ACMdD hizo asimismo aportes críticos.
El autor coincidió además con Gabriela Copia, Alejandra Zuccoli, Maxim Tankouo y distintos amigos de los Miranda. Igualmente con David Berstein, abogado civil del matrimonio, y otros familiares de víctimas: Vicky y Guillermo Bargna, Cristina y Enrique Schott, Nelbi Volders, por nombrar unos pocos.
El relato se apoya en el recorrido de los escenarios, la causa judicial —tanto el expediente del homicidio (Miranda, Martina…) como el del suicidio (Villanueva, Sergio…)—, la prensa («Atropellan y…», Clarín; «Murió una…», Página 12; «Un conductor…», Diariojornada.com.ar) y el pronóstico meteorológico («El tiempo», La Nación), que anuncia: nubosidad variable; mínima de 18°, máxima de 30°; vientos moderados del sur rotando al este; luna llena; salida del sol a las 6.27 y puesta a las 20.15. Los datos climáticos del día anterior son similares.
El Código Penal fundamenta la extinción de la causa (art 59, inciso 1°) y que la novia del homicida fuera exenta (art. 277, inciso 4). El Código Procesal Penal explica el concepto de sobreseimiento (art. 334 y art. 336, inciso 1°). Aunque el veredicto ignora el indicio, los testigos coincidieron en el semáforo en rojo (Ley 24.449/1994, art. 39). El uso de las cámaras de seguridad porteñas es regulado por una ley local (2602/2007, art. 11).
«No vi al conductor, ignoro su sexo, tampoco sé cuántos ocupantes tenía el coche», afirmó Matías Andina sobre esta incógnita. El vehículo partió a las 21.01 y volvió a las 5.34, precisa el libro de ingresos y egresos de la torre. «El pelo es humano», corroboró la División Laboratorio Químico de la Policía Federal, que anotó un largo de 171 milímetros y color castaño.
Que Guillermo Domingo Ferraro murió de una enfermedad terminal es una posibilidad oída por Gabriel Becker.
La mano de Fátima es un símbolo espiritual, según la Fundación de Cultura Islámica, con sede en Madrid (Montoro, Patricia…, Funci.org). Fátima, nombre de la hija predilecta de Mahoma, significa única. La efigie también se conoce como jamsa, que se traduce cinco y en este contexto alude a los dedos.
Las tragedias viales son la principal causa de muerte en personas de entre 15 y 29 años, sostiene la ONU («Día Mundial…», Un.org). Cuatro de cada diez de los fallecidos del rubro tienen entre 15 y 34 años, estima la Agencia Nacional de Seguridad Vial (Clemente, Sebastián…, Clarín). En uno de cada cuatro hechos hay alcohol, dice la misma ANSV («Conducción responsable…», Argentina.gob.ar). Un tercio de los muertos del tránsito es peatón, calcula el Observatorio de Seguridad Vial porteño (Niebla, Karina…, Clarín).
—Tenía una obsesión con sus dientes; necesitaba cepillarlos tres, cuatro o cinco veces al día —cuenta Silvia—; los usaba impecables, muy blancos, eran como un pianito; además, había agarrado la manía de lavarle los dientes a Tibon a cada rato.
—Fue muy deportista, se cansaba rápido pero incursionaba en todo —agrega Oscar—; desde los ocho meses hizo natación, lo que llaman macro natación; continuó hasta alrededor de los nueve años; pasó por danza; pasó por baile árabe; de pronto empezó patín artístico, que hizo largo tiempo.
La pieza de Martu atesora en un estante un cúmulo de libros: Abzurdah (de Cielo Latini); Si tú me dices vení, lo dejo todo, pero dime vení (Albert Espinosa); Destroza este diario (Keri Smith); ¡¿En serio, Má?! (Thalita Rebouças); Monster high (Lizi Harrison); Ventajas de ser invisible (Stephen Chbosky), Eleanor & Park (Rainbow Rowell); Bajo la misma estrella (John Green); Ciudades de papel (ídem), La lección de Augusto (P.J. Palacio).
«Los dos grandes asesinos son la velocidad y el consumo de alcohol por parte de los conductores», ha afirmado Dave Cliff, subprefecto de la Policía Nacional de Nueva Zelanda, país líder en seguridad vial («Los dos…», Revistavial.com).
De acuerdo con la ANSV («El consumo…», Argentina.gob.ar), hay tres razones principales por las que los jóvenes minimizan el riesgo del alcohol al volante: A- predomina un sentimiento individual de excepción (a mí no me va a pasar); B- atribuyen al alcohol un rol básico en su vida social, especialmente en las salidas nocturnas; C- no creen que serán controlados.
La máxima en avenidas es de 60 km/h (Ley 24.449/1994, art. 51). La Cruz Roja calcula que chocar un vehículo a esa velocidad es igual a desplomarse de un quinto piso («¿Es más…?», Eluniversal.com.mex). Tal vez, el golpe que recibió Martina podría equivaler a que cayera desde su departamento.
Bibliografía
Libros
Álvarez González, Francisco Javier. Seguridad vial y medicina del tráfico. Masson, Barcelona, 1996.
Botta Bernaús, Horacio. El ABC de la seguridad vial. Ecoval, Buenos Aires, 2019.
Irureta, Víctor. Seguridad vial en serio. Menos opiniones, más ciencia. Cathedra jurídica, Buenos Aires, 2018.
Academia
Denissen, Marieke. Winning small battles, losing the war. Police violence, the Movimiento del Dolor and democracy in postauthoritarian Argentina. PhD thesis in Social Sciences. Utrecht University, The Nederlands, 2008.
Rebollar, Alicia Irene. Mucho más que dolor y lazos de sangre. El activismo de las víctimas en la Asociación Madres del Dolor (tesis de licenciatura en Antropología Social, Universidad Nacional de San Martín). Dunken, Buenos Aires, 2019.
Santamaría, Rosana ¡Justicia a la Justicia! Estudio etnográfico sobre los reclamos de justicia de la Asociación Civil Madres del Dolor. Tesis de Maestría en Antropología Social. Universidad Nacional de San Martín, Argentina, 2014.
Trincheri, Marcela Inés. Las concepciones de derechos humanos que subyacen en las praxis de las organizaciones de familiares de víctimas de la violencia institucional surgidas en democracia. Tesis de Maestría en Derechos Humanos. Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales, Universidad Nacional de La Plata, Argentina, 2013.
Documentos
Código Penal de la Nación. Ley 11.179/1984. República Argentina. Boletín Oficial 22/8/1984.
Código Procesal Penal Federal. Ley 27.482/2019. República Argentina. Boletín Oficial 8/2/2019.
Miranda, Martina Camila. NN s/homicidio culposo. Causa 10049/2016. Juzgado Nacional en lo Criminal de Instrucción 27, CABA.
Villanueva, Sergio Damián. NN s/suicidio. Causa I-19-28.540/16. Fiscalía de Instrucción 19, CABA.
Ley 24.449/1994. Tránsito y seguridad vial. República Argentina. Boletín Oficial 23/12/1994.
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Prensa
«Atropellan y matan a una chica en Villa Crespo: escaparon». Clarín, Buenos Aires, 15/2/2016.
Clemente, Sebastián. «Peligro al volante: los jóvenes son mayoría entre las víctimas de la inseguridad vial». Clarín, Buenos Aires, 27/7/2018.
«Conducción responsable en Semana Santa: Alcohol Cero, respeto a las normas y evitar el celular al volante». Argentina.gob.ar, Buenos Aires, s/f.
«Día Mundial en Recuerdo de las Víctimas de Accidentes de Tráfico». Un.org, Ginebra, s/f.
«El consumo de alcohol y la seguridad vial». Argentina.gob.ar, Buenos Aires, s/f.
«El tiempo». La Nación/Espectáculos, Buenos Aires, 14/2/2016.
«¿Es más peligroso chocar a 60 km/h que caer de un quinto piso?». Eluniversal.com.mex, México, 9/5/2019.
«Los dos grandes asesinos son la velocidad y el consumo de alcohol». Revistavial.com, Buenos Aires, 5/5/2010.
Montoro, Patricia. «Jamsa, la mano de Fátima». Funci.org, Madrid, 1/6/2020.
«Murió una adolescente atropellada». Página 12, Buenos Aires, 16/2/2016.
Niebla, Karina. «Motociclistas y peatones, las principales víctimas fatales de la inseguridad vial». Clarín, Buenos Aires, 18/8/2018.
«Un conductor pasó en rojo, atropelló y mató a una adolescente y huyó». Diariojornada.com.ar, Buenos Aires, 15/2/2016.
Audiovisual
Ellis, David R. Destino final 2. New Line Cinema – Warner Bros, California, 2003.
Internet
Argentina.gob.ar
Facebook.com/Madresdeldolor
Funci.org
Un.org
Poema
¿Qué hará María? En la tierra / ya no se arraiga su vida / ¿Dónde irá? Su pecho encierra / tan honda y vivaz herida, / tanta congoja y pasión, / que para ella es infecundo / todo consuelo del mundo, / burla horrible su contento; / su compasión un tormento; / su sonrisa una irrisión.
Estos versos del poema La cautiva, de Esteban Echeverría, rinden homenaje a las mujeres que padecen la violencia ejercida sobre ellas y los suyos. Las heroínas de la presente crónica fueron ciudadanas, trabajadoras y amas de casa anónimas, hasta que la tragedia les asignó un bautismo inesperado: Madres del Dolor.
Citas y signos
La forma de reproducir los dichos de otros suele cambiar con los autores, los géneros y las tradiciones. Por eso, quizás sea útil explicitar el criterio aplicado en esta narración, que involucra dos signos ortográficos:
- El guión de diálogo o raya (—): Acompaña las declaraciones recogidas personalmente; esto quiere decir, producto del contacto del autor (también podría ser un colaborador suyo) con alguien; sea cara a cara o mediante algún sistema de comunicación, como por ejemplo el teléfono o internet. Estas citas son directas cuando refieren palabras del propio entrevistado e indirectas cuando reproducen los dichos de alguien contados por un tercero. Una función alternativa de la raya en la presente crónica es encerrar conceptos u oraciones aclaratorios.
- La comilla («): Se ha aplicado en las alocuciones extraídas de distintos registros materiales. La bibliografía anexa propone estas categorías: libros, academia, documentos, prensa, internet y audiovisual. Es el único cometido de la comilla en la historia.